En varios puntos del Virreinato se elaboraban vinos y aguardientes, hasta en los lugares en donde no había materia prima. Tal es el caso de Buenos Aires, donde Sebastián Lezica tenía una fábrica de aguardiente para cuya obtención utilizaba melazas importadas del Brasil. Los vinos y aguardientes tenían su mayor y más importante centro de producción en Mendoza y San Juan, de las provincias de Cuyo, siendo su calidad y cantidad no inferiores a los de Andalucía.
En Buenos Aires se consumían en abundancia y eran preferidos por ser menos espirituosos y acomodados en sus precios, según la crónica del naturalista checo Tadeo Haenke. No había rivalidad entre ambas provincias pues parecía que habían convenido en dividir sus vides, ya sea para vinos o para aguardiente.
El jesuita Morales nos comenta el procedimiento empleado en la fabricación de vinos cuyanos: “Los vinos se componen mezclando a una cantidad de licor, otra parte de cocido que se hace de mosto o caldo de la uva. Mediante el fuego se logra hacerle perder la fluidez que es propia de los licores. Esta mezcla y composición se tiene por necesaria en consideración del grande espacio de tierras que deben pasar los vinos conducidos al puerto de Buenos Aires a donde se llevan y donde se consume la mayor parte de ellos”.
Las bodegas eran de una sola planta y sobre la superficie, aunque Morales aconsejaba la construcción de depósitos subterráneos. En una tasación realizada en la quinta de José Antonio Palacios, se mencionan pipas, tinajas alambiques, pailas, canastas para cosechar y para los envases, embudos de madera, etc. Las tinajas eran de barro cocido, grandes o pequeñas y los pellejos eran de cuero, impermeabilizados con brea o sebo.
El consumo de los vinos mendocinos era notable y la calidad del que se consumía en el lugar de producción era excelente. En cambio, el que probaban los clientes del litoral generalmente llegaban algo descompuestos por el largo recorrido, la ruptura de los envases, y el sol que tenían que soportar. Los que estaban habituados al fino bouquet europeo no podían encontrarlo agradable.
Por otra parte, en Buenos Aires se trataba de mantener el color y el sabor mediante procedimientos artificiales, como echarle tintilla, producto que también había que mandarlo pedir a Cuyo.
Se puede estimar la producción anual en la época en Mendoza entre 2 y 3 millones de litros anuales; en San Juan, se cosechaban aproximadamente 150.000 arrobas de uva (lo que significaba 1.875.000 kg): 10.000 arrobas destinadas a vino, y el resto para elaborar 350.000 litros de aguardiente, calculando que 5 arrobas de caldo producían una de aguardiente común. Una parte de éste volvía a destilarse, quedando reducido a la mitad, y así se obtenía el aguardiente “resacada” de alta graduación alcohólica. Este último producto se almacenaba en cantidades que llegaban a los 185.000 litros aproximadamente.
Asimismo, en el Alto Perú y Paraguay se preparaban vinos y aguardientes. La vid se cultivaba en Chuquisaca, Cochabamba y La Paz. Paraguay producía más bien aguardiente.
El aguardiente costaba, en San Juan $ 6. En Salta sufría un recargo de $19 entre fletes e impuestos, la venta producía $ 5 de ganancia. Entre los tributos se contaba la sisa que consistía en $ 6 a cada barril de aguardiente que llegara (19 + 6 = $ 25 el barril de aguardiente sanjuanino en Salta). En Buenos Aires valía $ 20, pero el aguardiente europeo y brasilero costaba de $ 10 a $ 12 en la capital del Virreinato. Es que el producto del interior pagaba impuestos en cada lugar que atravesaba hasta llegar al sitio de su venta, mientras que el de origen extranjero estaba exento de tanto tributo.
En 1801, el aguardiente estaba muy caro en Buenos Aires: $ 28 el barril “a prueba de aceite”, y $ 20 el “a prueba de Holanda” (1), mientras que el vino se vendía a $ 20 el barril de 32 frascos, y a 7 reales el frasco.
La guerra civil iniciada en 1820 hizo sentir a las industrias cuyanas los efectos de una paralización económica, ya que los vaivenes belicosos de la cambiante política creaban muchos problemas al tránsito pampeano.
Después de la batalla de Caseros la industria vitivinícola reinició sus progresistas tentativas, pero sus esfuerzos no eran compensados equitativamente.
La aparición del ferrocarril que unía Buenos Aires con Cuyo, revitalizó a la industria y produjo su inmediata transformación. Esta transformación se observó en los cultivos, en los procedimientos, en la modernización de las maquinarias, en las modalidades agrológicas y en las prácticas de regadío.
Los basamentos de la industria vitivinícola eminentemente criollos, se favorecieron con la incorporación del elemento humano extranjero procedente de países de gran perfeccionamiento vinícola y adquiriendo una modalidad cosmopolita que elevó sorprendentemente sus proyecciones.
Ya en tiempos de la Independencia argentina cuando Mendoza, San Juan y San Luis integraban la provincia de Cuyo, Mendoza constituía un progresivo emporio de esta industria. La vid se producía magnífica y sus vinos y aguardientes se enviaban a Buenos Aires, Córdoba, Tucumán y aún al Paraguay, abasteciendo posteriormente los mercados del Brasil, Uruguay y Chile.
La actividad vitivinícola recibió notable impulso durante la permanencia del general San Martín en Mendoza, mientras preparaba el Ejército de los Andes.
Después en San Juan el doctor Ignacio de la Roza y en Mendoza el general Toribio de Luzuriaga, gobernadores de ambos estados, imprimieron vigor al sector plantando nuevas vides y construyendo canales de riego.
El primer censo nacional del 15 de setiembre de 1869 arroja para esta provincia 540 productores de vino y 14 vinicultores. En 1895 los primeros ya suman 7.214 y los segundos 447, la mayoría de los cuales eran vinicultores originarios de diversos países, especialmente europeos.
En cuanto a las hectáreas cultivadas con viñedos, se pasa de 2.000 en 1885 a 30.215 en 1909.
En 1946 Mendoza producía de 6 a 7.000.000 de hectolitros siendo su mayor producción la de vino tinto. En sus comienzos estaba dirigida a la obtención de vino común fuerte en alcohol y color, lo que implicaba un descrédito frente a los vinos importados.
A principios del siglo XX la problemática de la industria del vino se expresaba en estas líneas tomadas del Centro Vitivinícola Nacional: “Necesitamos conocer mejor la naturaleza de nuestras tierras, las exigencias de nuestras cepas y los métodos culturales más apropiados a éstas y en armonía a las condiciones climáticas. Los estudios ampelográficos (2) apenas se esbozan hoy. En el campo enológico nos hace falta el conocimiento profundo de la composición de los mostos en las distintas regiones…”.
En el año del Centenario, la Argentina ocupa el 8º puesto mundial y el 1º en Sudamérica en cuanto a producción. Una extensión de 3.796.997 hectáreas destinadas el 95% a producir uvas para vinos comunes y el 5% restante para los vinos finos. El total de capitales representa una doceava parte del total invertido en el conjunto de las industrias del país. Trabajaban 300.000 habitantes en la actividad y se producía hasta 180 mil hectolitros en un solo establecimiento.
Es de mencionar que la 2ª Guerra Mundial hizo decaer la importación de vino del extranjero, época en la que sólo entraban vinos de alta jerarquía. Luego la corriente exportadora a los Estados Unidos y a los países sudamericanos contribuyó a imprimir mayor cuidado en la calidad y envasamiento.
Referencias
(1) A “prueba de aceite” era el aguardiente refinado. La relación en grado entre el aguardiente “a prueba de aceite” y el aguardiente “a prueba de Holanda” era de un 73 por 100.
(2) La ampelografía es la ciencia que se encarga del estudio, la descripción y la identificación de la vid, sus variedades y sus frutos.
Fuente
Haenke, Tadeo – Viaje por el Virreinato del Río de la Plata – Emecé, Buenos Aires (1943).
Lima, Norberto – De la bodega a la alegría.
Morales, Manuel de – Descripción de las Provincias de Cuyo.
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Todo es Historia – Año XI, Nº 124, setiembre de 1977.
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