En 1821 el padre Francisco Castañeda era una figura ampliamente conocida en Buenos Aires, popular y respetada, y si sumaba enemigos, también arrastraba buen número de simpatizantes y partidarios. Siempre celoso de su libertad de pensamiento y acción, se mantenía en sus trece contra amenazas y ataques, exigiendo se lo protegiera en función de periodista.
Así, el 22 de marzo de 1821 escribió al gobernador Martín Rodríguez, a cuyo gobierno fustigaba: “Señor, mi oficio de censor público, además de ser contra mi genio naturalmente compasivo, es también muy odioso, y de mucho compromiso, máxime cuando aún estamos impregnados de piezas heterogéneas, que pierden la suavidad del patriotismo argentino; por eso necesito protección, no como quiera sino toda la protección de V. E.”.
Siempre en estado crónico de dificultades con sus hermanos, tampoco les aflojó un milímetro. Acusado por el guardián del convento de pasarse en la calle noche y día y haber dejado pasar dos meses sin pisar su celda, tuvo otra trenzada con el provincial, y como el asunto llegó a la Curia mantuvo una sonora polémica con el provisor del Obispado, tras lo cual siguió haciendo lo que su santa voluntad le mandaba.
A fines de 1821, la gran sorpresa. En las elecciones convocadas por el gobierno, Castañeda fue electo diputado provincial, signo cierto de su popularidad. Pero el sacerdote no deseaba alternar con los que despectivamente llamaba “doctos” y no se sentía con pasta para participar en los interminables debates del cuerpo legislativo. Por eso lo primero que hizo al ocupar la banca fue renunciar. Pero renunció Castañeda, a través de una nota urticante que levantó ronchas en la Legislatura. Decía el fraile:
“La elección que este pueblo ha hecho en mi persona para que lo represente, me hace ver que, lejos de ofenderse con la acrimonia de mis escritos, ha sabido aprobar su buena intención, atendiendo más bien al espíritu de ellos que a la corteza exterior, por más dura y amarga que le haya sido … He visto que la soberanía mal entendida y mal buscada es el origen de todas nuestras desdichas, y aunque bendigo a un pueblo tan dócil y de tal benigna índole, renuncio una y mil veces al cargo de representante, porque no quiero ser sino lo que siempre he sido: padre de mi pueblo. La representación de una soberanía que desconozca, rebajando ese mi antiguo carácter, me es injuriosa; y no puede ni debe despojarme de esa paternidad con la cual reformo a todos, por medio de mis siete periódicos y de otros tres que saldrán en primera oportunidad”.
Este séptimo periódico mencionado llevaba el asombroso nombre de “Eu nao me meto con ninguem”… Los graves señorones escucharon atónitos, sin creer a sus oídos, lo que decía el espectacular fraile. Aquello era un insulto a la Sala, un agravio imperdonable a los almidonados “representantes del pueblo”. Estalló un verdadero escándalo, del que participó con entusiasmo la barra. Todos pedían la cabeza de Castañeda, que debió abandonar la sala bajo fuerte custodia, entre gritos, puños en alto y amenazas. De inmediato la Legislatura exigió al gobernador Martín Rodríguez que tomara medidas ejemplares con el insolente, recomendándole se lo alejara “a alguna distancia” de la ciudad. Era el 17 de setiembre de 1821.
El 25 cayó el rayo sobre el padre Castañeda. El gobernador, con refrendo del ministro Bernardino Rivadavia, desterraba al franciscano a la guardia de Kaquel Huincul, en la frontera con el indio, y se le sumaba una prohibición expresa de escribir durante cuatro años. Kaquel era un fuerte, en el actual partido de Maipú, perdido en el desierto y la soledad, es decir un lugar ideal para mantener callado a Castañeda. Y allá se fue el pobre fraile, desconsolado y deprimido, a cumplir su cuarto destierro. Pero estaba de Dios que este hombre no encontraría la paz ni aún en el más vacío desierto.
Cerca de Kaquel Huincul se extendía la estancia de Miraflores, propiedad de Francisco Hermógenes Ramos Mejía, que había fundado una religión propia. Indudablemente debió ser un formidable predicador, pues convenció a una importante cantidad de gauchos e indios, que vivían en la estancia de manera casi monacal, e incluso llegó a convertir al jefe militar de Kaquel Huincul a su religión, mezcla de presbiterianismo, adventismo, milenarismo y animismo indígena.
Justamente a Kaquel Huinca llegó el padre Castañeda. Los esperaban meses, años de destierro sin posibilidad de desahogo. Interminables días de aburrimiento y hastío… Y de pronto oyó hablar de Ramos Mejía… ¡Un hereje a mano! ¡Dios sea loado! El Señor en persona debió cruzarlo en su camino para dulcificar sus horas de proscripto. Todo lo que había en Castañeda de polemista –y era casi todo- emergió a borbotones. Se arremangó la sotana y se arrojó a la brega.
En la guerra privada entre el hereje de “Miraflores” y el desterrado de Fuerte Kaquel, fray Francisco de Paula le llevaba por lo menos dos ventajas a su tocayo estanciero. En primer término, era tan buen polemista hablando como escribiendo, mientras el otro, si bien de palabra tenía un fuerte poder de convicción, pluma en mano tropezaba con la gramática y tendía a convertirse en un galimatías. En segundo término –tal vez más importante- el franciscano poseía un agudo sentido del humor, mientras Ramos Mejía, a fuerza de buen puritano, carecía de él en grado heroico. Y también tuvo que ver la distinta forja de ambos contendientes: don Francisco elaboró un sistema y predicó a gusto sin una oposición que lo obligara a la autocrítica y mejorara sus defensas; él era el único intelectual en varias leguas a la redonda. Fray Francisco, en cambio, había tenido que afilar su hacha compitiendo con señores polemistas, hechos y derechos, entre los que se contaron varias estrellas del unitarismo que, como se sabe, en eso de intelectuales no solían quedarse cortos.
Ramos Mejía se enteró de la presencia de Castañeda cuando ya los mordiscos de éste lo acosaban de cerca. Tal vez al principio pensara que sólo era, otro ensotanado de campaña, arrojado por la frustración a los lindes del desierto. Si tal cosa pensó, se equivocó feo. Al cabo de unos días el franciscano estaba al tanto de los pormenores de “Miraflores” y de la vida y milagros del dueño, e incluso del personal. Con tales proyectiles en su batería comenzó el bombardeo, predicando contra el predicador a toda hora del día, en cualquier lugar, en toda circunstancia. Dado el carácter de la polémica, se sintió eximido de la prohibición de escribir, tomó con deleite la pluma y empezó a borronear páginas.
Véase una muestra: “Don Francisco Ramos Mejía se ha erigido en heresiarca blasfemo, y no contento con haber quemado las imágenes, con haber regalado un alba a su capataz Molina para enaguas de su mujer, el cíngulo para atarse el chiripá, ha erigido seis cátedras de teología en la campaña del sur a vista y presencia de los comandantes y del gobierno actual, que estuvo allí varias veces de ida y vuelta, con toda la plana mayor, en su expedición a los indios. Don José de la Peña Zurueta, comandante de la Guardia de Kaquel, habiendo estado cinco días de convite en lo de don Francisco Ramos, volvió tan convertido que instituyó la religión nueva de Ramos en la Guardia y en la estancia de la Patria la cual ley de Ramos se observó en ambos distritos todo el tiempo que estuvo de comandante, sin haber una sola alma que le replicara, si no fue el capataz de la estancia, el tucumano Manuel Gramajo, el cual le dijo que el quería condenarse en su religión”.
La guerra de los Franciscos tomó mal cariz para Ramos Mejía. El padre Castañeda comenzó a reconvertir gente en masa, sin cejar en la ofensiva. El estanciero, con peligro de perder su clientela y ante su antaño idílica paz turbada por el fraile, terminó pidiendo a gritos que le sacaran de encima al feroz oponente.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
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Scenna, Miguel Angel – Francisco Castañeda, un fraile de combate.
Todo es Historia – Año XI, Nº 121, junio de 1977.
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