Convento de Santa Catalina de Siena

Iglesia Santa Catalina de Siena, San Martín esquina Viamonte, Buenos Aires

Fundado en el año 1745, Santa Catalina de Siena fue el primer monasterio para mujeres de la ciudad de Buenos Aires. El edificio es uno de los mejores exponentes de la arquitectura de la época colonial que subsisten en Buenos Aires y, tanto la iglesia como el monasterio, han sido declarados Monumento Histórico Nacional. A través del tiempo, se ha preservado como un oasis de oración y contemplación. Estuvo habitado por las Monjas de la Segunda Orden Dominicana hasta 1974, cuando la congregación decidió mudarse a San Justo y donó los edificios al Arzobispado de Buenos Aires. Desde 2001, funciona como Centro de Atención Espiritual con la misión de atender las necesidades espirituales de las personas que trabajan en el microcentro porteño.

La fundación

A principios del siglo XVIII, el presbítero Doctor Dionisio de Torres Briceño propuso al Rey Felipe V la edificación de un monasterio para mujeres en la ciudad de Buenos Aires. Las gestiones ante el rey de España fueron fructíferas y el permiso le fue otorgado a través de la Real Cédula del 27 de octubre de 1717, con la expresa restricción de que en ningún caso el número de religiosas pasase de cuarenta.

Fundada en el año 1580, Buenos Aires no contaba con ningún convento de religiosas, a diferencia de otras ciudades de la América española como Córdoba, Santiago de Chile, Lima y Chuquisaca.

El lugar elegido por Torres Briceño para emplazar el monasterio fue en un predio frente al Hospital del Rey, en las esquina de las actuales calles México y Defensa. En 1727, tras adquirir varios solares, se dio inicio a las obras de construcción.

Los planos fueron trazados por el Hno. Andrés Bianchi, famoso arquitecto italiano perteneciente a la Compañía de Jesús. Este religioso junto el Hno. Juan Bautista Prímoli, también jesuita, diseñaron algunos de los principales edificios y templos de las ciudades de Buenos Aires y Córdoba, como el Cabildo, el Colegio y la Iglesia San Ignacio, la Iglesia del Pilar, la Iglesia Nuestra Señora de la Merced, la Iglesia de San Francisco y Capilla San Roque y la Catedral de Córdoba.

Al poco tiempo de iniciada la construcción, las obras fueron paralizadas a raíz del fallecimiento de su fundador el 24 de abril de 1729. El Dr. Torres Briceño donó todos sus bienes al monasterio.

La edificación se paralizó por varios años, quedando en suspenso hasta el gobierno del brigadier Miguel de Salcedo, quien en 1737 llama a licitación para continuar la obra. La construcción fue adjudicada al capitán Juan de Narbona, constructor del convento de Recoletos.

Narbona solicitó al gobernador el cambio de ubicación ya que consideraba que el monasterio se encontraba en la parte baja de la ciudad, que las paredes existentes eran débiles para resistir otra carga y que la superficie era escasa. Propone asimismo un nuevo terreno de una manzana completa, llamada “la Manzana del Campanero”, en el barrio del Retiro. Se encontraba a siete cuadras de la Plaza Mayor, en la calle de la Catedral y tenía las ventajas de ser un barrio más seguro, en mayor altura con mejor vista al río y algo desviado del bullicio y comercio de las calles principales.

Luego de escuchar las divergentes opiniones del Cabildo secular y del Cabildo eclesiástico -el primero se oponía al cambio mientras el segundo era partidario del traslado-, el gobernador aprobó el 25 de septiembre de 1737 la propuesta de Narbona de abandonar lo edificado y adquirir el nuevo predio. Ese mismo año, se compra el nuevo terreno, propiedad de la familia Cueli, manzana hoy limitada por las calles San Martín, Viamonte, Reconquista y Córdoba.

El capitán Juan de Narbona comenzó de inmediato la construcción del nuevo monasterio en la Manzana del Campanero, basándose en los planos originales trazados por el Hno. Bianchi e incorporando algunas modificaciones.

La Iglesia

El frente original del templo presentaba características típicas del estilo de Bianchi: composición dividida en dos niveles, orden monumental, un ancho basamento, vanos superpuestos enmarcados por cuatro pilastras, todo coronado por un frontón partido. Posteriores reformas modificaron el aspecto de la fachada y el interior del templo.

Con escala correspondiente a una capilla de convento, la iglesia, de planta de cruz latina con una nave central, está compuesta por nártex, tres capillas a cada lado de escasa profundidad, y un crucero sin ábside. La nave está cubierta por bóveda de cañón corrido con lunetas para las ventanas, y una cúpula con linterna cubre la zona del crucero.

A la izquierda del presbiterio, comunicado por una abertura de medio punto con una gran reja del siglo XVIII, se encuentra el Coro bajo. Es un amplio salón rectangular, abovedado en cañón corrido con lunetos. El espacio existente entre el coro bajo y el presbiterio está decorado con unos antiguos azulejos portugueses del siglo XVIII, que representan imágenes de santos, y el perímetro del salón con cerámicos azules y blancos franceses del siglo XIX.

El coro alto, ubicado sobre el nártex, consta de galerías perimetrales que se comunican con la iglesia a través de pequeños óculos, que permitían a las monjas participar de las ceremonias religiosas sin ser vistas. Una gran reja de madera tallada del siglo XVIII adorna el vano del Coro alto.

El retablo mayor, ca. 1776, es de madera tallada, dorada y policromada, con una altura máxima de 12 mts. y un ancho de 8,45 mts. Su autor fue don Isidro Lorea, tallista español, responsable también de los altares mayores de la Catedral y de San Ignacio. Su estilo es una síntesis del barroco, el rococó y el neoclásico.

En 1910 se modificó el interior del templo, se agregaron ocho vitraux y se ubicó la imagen de Santa Catalina de Siena en la fachada. Luego en 1964, la orden dominicana emprendió la restauración procurando devolverle la apariencia del siglo XVIII.

La iglesia fue declarada Monumento Histórico Nacional en 1942.

El Monasterio

El edificio fue construido íntegramente de ladrillo y cal. Está compuesto por dos plantas dominadas por dos imponentes claustros, uno alto y otro bajo, con el correspondiente número de celdas para albergar cuarenta monjas conventuales. La circulación se desarrolla en torno a un patio central.

La planta baja está formada por varias celdas y corredores con techos abovedados. En la planta alta, además de las celdas, se encuentra una pequeña habitación de planta cuadrada, cubierta con una cúpula con linterna, que se comunica visualmente con el presbiterio de la iglesia. Según algunos historiadores, era conocida como la capilla del noviciado.

Entre los trabajos adicionales realizados por el capitán Juan de Narbona -según escribe Andrés Millé- figuran dos pasillos laterales a la iglesia que parten del coro alto, utilizados por las religiosas para observar la misa sin ser vistas. En los pasillos del claustro de la planta alta se encuentran dos cruces moldeadas en el revoque de la pared, detalle característico del constructor. Asimismo, son de su autoría las seis capillas laterales, cinco confesionarios y varias celdas.

Según un informe del licenciado Albarden en 1770, el monasterio se encontraba en muy buenas condiciones, sus celdas altas y bajas, la iglesia, sacristía y coros “muy limpios y hermosos”. Tenía un total de treinta y seis celdas, de las cuales una era el refectorio, otras tres servían de despensa y a continuación una como cocina para la Comunidad, dos servían de noviciado, otras dos como sala de labor, dos de guardarropa y otra como cocina para enfermas. Al ser utilizadas tantas habitaciones para dichos servicios, no había suficientes para dormitorios y las monjas se repartían de a dos y tres por celda.

Originalmente, el ingreso al monasterio estaba ubicado sobre la actual calle San Martín. En el año 1875 se clausuró esa puerta y se edificó la portería en la calle Viamonte, acercándola más a la sacristía para mayor comodidad de la Comunidad y los capellanes.

El monasterio fue declarado Monumento Histórico Nacional en 1975.

La inauguración

Cinco religiosas del Monasterio de Santa Catalina de Siena de la ciudad de Córdoba fueron elegidas Madres fundadoras del convento de Buenos Aires. Las monjas tardaron alrededor de quince días en hacer el trayecto, llegando a Buenos Aires el 25 de mayo de 1745. Debido a que el monasterio aún no estaba terminado, se alojaron provisoriamente en una casa preparada especialmente, con su pequeña clausura y capilla. Allí permanecieron varios meses hasta la solemne inauguración el 21 de diciembre del mismo año.

Ese día, las Madres fundadoras y las cinco postulantes que entraron en esos meses, fueron conducidas en carruajes hasta la Catedral de Buenos Aires donde comenzaron los actos, con la presencia del Gobernador maestre de campo don José de Andonaegui. De allí salieron a pie en procesión hacia el monasterio, acompañadas por los miembros de los dos Cabildos, eclesiástico y secular, y las Ordenes Religiosas de la ciudad, franciscanos, dominicos, jesuitas y mercedarios. El Obispo Fray José de Peralta llevaba personalmente el Santísimo Sacramento descubierto. El pueblo de Buenos Aires estaba de fiesta, las campanas del nuevo monasterio se unían a las de la Catedral y demás templos, las calles estaban adornadas, y las ventanas vestidas con estandartes y tapices. La ciudad permaneció iluminada tres noches en señal de regocijo público. En el monasterio, las fiestas religiosas duraron tres días.

Vida en el Monasterio

Las Monjas Catalinas que habitaron el monasterio hasta el año 1974, pertenecen a lo que se denomina la Segunda Orden Dominicana, siendo la Primera Orden la de los Padres Dominicos o Frailes Predicadores. Esta Orden fue fundada por Santo Domingo de Guzmán a principios del siglo XIII. Dedicadas a la vida contemplativa, su ideal es tender a la perfección por medio de la oración y la penitencia.

La clausura de las monjas era absoluta. La Misa Conventual y la Comunión diaria constituían el centro de la vida espiritual del monasterio, regida por la profesión de los votos de pobreza, castidad y obediencia.

De acuerdo con el designio de su fundador, el Presbítero Dr. Dionisio de Torres Briceño, las religiosas de Santa Catalina se caracterizaban por su austeridad. Debían llevar el rostro cubierto con un velo; un vestuario y calzado completamente modestos; y tenían prohibido usar alhajas, relojes, abanicos, rosarios curiosos, y cualquier otro elemento que desmereciera la santa pobreza y desapego con lo material. Asimismo, las celdas debían estar equipadas con lo indispensable.

Como parte de su vida cotidiana, además de dedicarse a la oración, las monjas realizaban diversos trabajos como la encuadernación de libros, restauración de obras de arte, confección de ornamentos religiosos, y sobre todo, bordados y costura. También se dedicaban a la literatura, a la poesía y a la música. Aún se conservan composiciones poéticas de Sor Cayetana del Santísimo Sacramento, y muchas religiosas formaron parte del coro del convento, cantando en las misas solemnes. Otras monjas se desempeñaron como organistas.

Los capellanes también cumplieron un rol importante en la obra del monasterio. La capellanía de Santa Catalina fue siempre la más importante de las ejercidas en Buenos Aires por miembros del clero secular. Fue desempeñada por muchos sacerdotes que después pasaron a ejercer curatos o fueron promovidos a dignidades más elevadas.

Desde que abrió sus puertas al culto divino, la Iglesia Santa Catalina de Siena se convirtió muy pronto en un foco de atracción para los creyentes. Las celebraciones religiosas se distinguieron por su recogimiento, y su púlpito fue siempre frecuentado por los más ilustres oradores sagrados de Buenos Aires, en particular por los de la Orden Dominicana.

Velo blanco y velo negro

La comunidad de las dominicas estaba dividida según su status socioeconómico, su compromiso religioso y sus aptitudes personales. Las monjas se distinguían entre las de velo negro —que formaban parte del coro, cumplían el Oficio Divino y asistían a la misa conventual— y las de velo blanco, de menor rango.

No eran monjas quienes tomaban “hábito de tercera” o donadas. Además, el monasterio cobijaba a viudas sin ingresos y a mujeres pertenecientes a las castas raciales. Su función era la de servir a las monjas.

En el tercer escalón estaban las mujeres que entraban sólo como sirvientas. Y en el último se hallaban las esclavas, quienes ingresaban por compra o donación.

Barrio del Retiro o de las Catalinas

El Monasterio Santa Catalina de Siena creció en el Barrio del Retiro y el barrio con él. El barrio le debe su nombre a la Compañía de Inglaterra “Mar del Sur”, asiento del Mercado de Esclavos, quien lo denominó así porque la Real Cédula que autorizaba su establecimiento estaba dictada en Madrid en el Palacio del Buen Retiro.

A partir del establecimiento del monasterio, también comenzó a ser conocido como el “Barrio de las Catalinas”.

Hasta principios del siglo XIX, se conformaba principalmente por casas-quintas de prestigiosas familias de Buenos Aires. En 1874, el barrio recibió un fuerte impulso comercial con la instalación de la gran empresa “Muelle de las Catalinas” en los terrenos ubicados entre Paraguay y Viamonte, donde se construyó un muelle con líneas férreas y grandes depósitos. Luego, en 1889 se levantó frente al monasterio el famoso edificio del “Bon Marché”, que posteriormente fue adquirido por el ferrocarril del Pacífico y hoy está ocupado por el centro comercial Galerías Pacífico.

Asimismo, el Barrio de las Catalinas adquirió una importancia social extraordinaria después de la caída de Rosas, cuando se radicaron en la zona las principales familias de Buenos Aires que antes vivían al sur de la Plaza Mayor, en el barrio del Convento de Santo Domingo.

El monasterio, protagonista de nuestra historia

Santa Catalina se encuentra ligada a importantes acontecimientos de la historia argentina.

En 1755 las Monjas Catalinas bordaron el Real Estandarte de la Villa de Luján, a pedido del protector del monasterio, don Juan de Lezica y Torrezuri, gran benefactor de la Villa de Luján y por largos años su Alférez Real. Los estandartes simbólicos representaban a la persona del Rey de España y de las Indias, y la ceremonia de sacarlo a la calle durante actos de gran pompa, constituía un homenaje que significaba sumisión y obediencia a la metrópoli.

Asimismo, junto con las Monjas Capuchinas confeccionaron 4.000 escapularios con la imagen de Nuestra Señora de La Merced para los jefes y soldados del ejército del Norte, liderado por el general Manuel Belgrano, en la época de la Independencia.

A fines del siglo XVIII, Santa Catalina era el lugar elegido por la cofradía de plateros, dedicados al arte de la platería, para celebrar la festividad de su Santo Patrono, San Eloy. Este Santo, nacido en Chatellat, Francia hacia el 587, fue uno de los más bellos ornamentos de la iglesia. La conmemoración se realizaba todos los 1º de diciembre y consistía en una misa cantada con sermón y asistencia de los artesanos.

Ni siquiera el monasterio de Santa Catalina se salvó de las Invasiones Inglesas. Una espléndida y conmovedora carta que la priora sor Teresa de la Santísima Trinidad envió al arzobispo de Charcas relata el espanto de las 70 religiosas durante la mañana del 5 de julio de 1807:

“Ilustrísimo señor — Cada día se nos hace más palpable la favorecedora mano del Señor de las Misericordias. La muy apreciable carta que la gran caridad de V. S. I. ha dirigido a estas inútiles hijas, es no solo una enhorabuena por los inefables favores, con que nuestro divino Hacedor nos ha preservado en las borrascas, que descargando á nuestro rededor nos amenazaban; sino también un beneficio nuevo, con que su divina Majestad se ha dignado agraciarnos.

“Luego que leí la carta de V. S. I. junté a mis monjas, y la hice leer en claras e inteligibles voces en comunidad. Yo no puedo explicar los afectos de gozo y gratitud con que se recibió su lectura por estas sus humildes hijas, que sin admirar lo inspirado de la obra, alababan al autor de toda bondad. Si ella fue un recuerdo de los pasados sucesos, que nos hizo repetir las debidas gracias por la misericordia, con que nuestro muy amado Jesús nos miró en ellos; fue un motivo que nos las hizo dar nuevas por los nuevos favores que con la carta recibimos. Las letras de V. S. I. quedarán indelebles en la cordial gratitud de esta comunidad, y el convento de monjas dominicas de Buenos Aires jamás olvidará el consuelo espiritual y favor temporal con que la caridad de V. S. I. se ha dignado socorrerle en tiempo tan oportuno.

“Sea Dios alabado en justicia y misericordia: él hizo que por conjunto de improvisos sucesos se viese sobre nuestras cabezas el azote con que su divina justicia quiso castigar nuestros defectos, poniéndonos en las manos de unos enemigos inicuos, pésimos y prevaricadores; y entregándonos al poder más injusto que hay en la tierra: pero jamás nos desamparo. No permitió se descargase el golpe: no separó de nosotros su misericordia; y obró en estas sus mas indignas siervas, sus bondad y mansedumbre.

“A la común tribulación que nos cercaba en los primeros días del ultimo julio, por ver tan próximo al formidable ejército inglés, que ya se había posesionado de las inmediaciones de esta ciudad, y amenazaba el fatal exterminio de sus habitantes, se agregó la particular para nosotros de sentir el 5 por la mañana cerca de nuestro convento todo el horroroso estrépito de la guerra; de oír los hachazos con que despedazaban las puertas del templo; de percibir ya en este la vocería irreligiosa de los impíos; de estremecemos con los tremendas golpes que descargaban en las cerraduras de nuestro comulgatorio, único antemural que defendía la clausura, de la inundación de aquellos lobos; y finalmente la de vemos cercadas de estos impíos, que entraron de tropel en la puerta de nuestro alojamiento donde estábamos unidas las setenta religiosas que componemos esta comunidad, inclusas las doce claustrales sirvientas.

“Allí los recibimos de rodillas en un profundo silencio: acabábamos de prepararnos para la muerte que creíamos cierta con la recepción de la sacra augusta eucaristía, y así es que estábamos cubiertas con los mantos de comulgar. Unas nos apuntaban con sus fusiles; otros nos asestaban con las bayonetas; y otros nos amenazaban con sus espadas, sin que por esto rompiese ninguna el silencio, ni mudase la posición.

“La muerte era lo que menos temíamos: la considerábamos decretada por nuestro amable Salvador y la esperábamos gustosísimas ofreciendo nuestras vidas por el triunfo de nuestras armas y salud de este pueblo fiel, que en aquel instante se veía en el mayor apuro; y, aunque nos considerábamos pequeña víctima para aplacar la justicia de nuestro divino esposo, le pedíamos con confianza se dignase aceptar el sacrificio, y que su infinita misericordia le diese por bastante para suspender el castigo que amenazaba á toda esta ciudad. Yo no puedo ponderar a V. S. I. la interior satisfacción con que miraba la uniforme resignación de estas sus humildes hijas en Jesucristo, y mis amadas hermanas. Dios, Dios solo pudo darnos tanta fortaleza; él estaba con nosotras. Su infinita misericordia sea para siempre alabada, porque nos cubrió con su mano derecha, y nos defendió con su santo brazo.

“Sí, mi venerado prelado y amado padre en Jesucristo: aquella legión de devoradores lobos que en los contornas de la ciudad no habían omitido exceso; aquellos (que atropellando los derechos ejercitaron su saña, sin perdonar sexo, estado ni edad; aquellos mismos (que se habían entregado a todo género de atrocidad, aun en medio de las armas de los nuestros, son los que entraron en nuestro aprisco, los que nos amenazaron con las suyas, y pudieron impunemente ofendernos: pero no lo hicieron. Su furor se desvaneció como el humo: sin tocarnos nos dejaron en la positura que nos hallaron, y como huyendo sin que nadie los persiguiese, se internaron en lo demás del convento.

“No cesaron con esto mis sobresaltos. Los semblantes de nuestros enemigos que por muchas veces llegaron a las puertas de la sala en número de uno, dos, tres ó más, y fijaban la vista en nosotras, me hacían temer a cada paso la maquinación de alguna depravada resolución contra nuestras respetables personas: estábamos todas determinadas a perder antes mil vidas que faltar en lo mas mínimo a la ley santa de nuestro divino esposo. Yo no desconfiaba de la fortaleza de mis amadas hermanas: no cesábamos en nuestras rogaciones, ya con la alternación de varios salmos, ya con pedir en nuestro interior recogimiento la virtud necesaria para hacer meritoria la ejecución de los divinos decretos. Sin embargo, señor ilustrísimo; no puedo menos (que confesar, que en cada escena de aquellas inundaba á mi corazón un torrente de angustias, efecto quizá de mi tibieza.

“Pero alabado sea Dios por sus grandes bondades! La fidelidad de mis amadas hermanas en su tribulación inclinó su divina misericordia hacia nosotras por intercesión sin duda de nuestra amantísima madre y señora de Guadalupe, mediante las fervorosas oraciones con que en esos mismos días pedía V. S. I., y toda su felice grey, por el bien de este pueblo. Si, señor ilustrísimo, alabado sea eternamente, porque nos amparó de un modo tan visible. El estaba entre nosotras. Ni con la expresión, ni con el hecho recibieron insulto nuestras personas; no se ofendió en lo mas mínimo lo sagrado de nuestra profesión. Atribúyalo el mundo a lo que quiera: nosotras conocemos y confesamos, que todo es obra de nuestro amantísimo Jesús. Yo no puedo recordar nuestra libertad sin que a mi corazón se agolpen mil afectos de gratitud y reconocimiento.

“En la sala donde estábamos alojadas permanecimos unidas hasta la tarde del día 6, sin haber tomado otro alimento que el sacratísimo cuerpo de nuestro amabilísimo Redentor Jesucristo en la comunión del día anterior. En todo este tiempo no cesaron un punto nuestras tribulaciones; pero no dejamos por eso de rezar el oficio divino, aunque en voz poco perceptible. Yo no puedo menos que dar muy particulares gracias a mi santísimo Jesús por la fortaleza que dio a estas humildes hijas de V. S. I. Ellas pasaron aquel día y medio de amarguras, como si fuera un momento. El encierro en que estábamos, lo escuro y lluvioso del día, no permitían distinguir la división de mañana, tarde, y noche; y así hubo religiosa que al amanecer del lunes 6, preguntaba si había llegado la noche del domingo.

“El día 6 por la tarde nuestro padre capellán, uno de los prisioneros que tenían los ingleses en la iglesia, hallándose afligido por no saber nuestra situación, pidió licencia al sargento de guardia para entrar a vemos. Lo consiguió y fue a nuestra vista como un ángel enviado del Señor. Sus expresiones nos confortaron del mejor modo, y sí su caridad nos proporcionó algún alivio; porque viendo la incomodidad en que estábamos, intercedió con el mismo sargento, para que pudiésemos trasladarnos a alojamiento más cómodo: también consiguió esto. El sargento se hallaba dotado de un buen corazón, y no se negó á medio que contribuyese a nuestro alivio y seguridad. Mucho tenemos que agradecerle; lo suponemos católico, y no olvida nuestra gratitud de rogar a Dios por él.

“Con el permiso y auxilio de este buen hombre pasamos a un claustro más interior, donde dividí a la comunidad en dos celdas contiguas, porque creí no convenir más separación. Se dispuso un puchero para alimentarnos esa noche, en particular a dos de mis hijas, que por sus enfermedades se hallaban moribundas, pero sin mostrar flaqueza en las pasadas tribulaciones. Allí empezamos a sentir algún alivio, y creí nuestras personas algo mas seguras, contribuyendo a uno y otro la tutela del sargento a quien los demás respetaban. Así pasamos hasta el día 7 en que la bondad de nuestro Padre Dios quiso dejarse ver en toda esta ciudad con la singular victoria que consiguió del ejército invasor.

“El destrozo que los enemigos hicieron a nuestro convento fue igual a nuestro pobre haber. Nuestras camas se sacaron para sus heridos; robaron nuestras ropas, inservibles a ellos por su poco valor, y rompieron nuestros trastecitos. Sea Dios alabado, porque así lo quiso permitir, sin duda por nuestro bien. El dolor de nuestros corazones ha sido el más vivo, al ver profanado el templo: en él tenían sus viandas, y era el lugar de sus embriagueces. Las mesas, en que nuestro gran Dios ha recibido tantas veces el mas augusto sacrificio, se vieron desmanteladas, sirviendo de lecho a los herejes y cismáticos. Las sagradas imágenes fueron despojadas de sus adornos que robaron igualmente que los pocos vasos sagrados, que no se habían enterrado. El sagrado rostro de nuestra soberana reina y madre santísima del Rosario se vio despedazado por mano sacrílega, y la efigie de mi padre y patriarca Santo Domingo degollada. Gracias a Dios por todo lo que hace, quiere y permite! Mi ignorancia no deja de comprender cuan diversos y raros son los medios de que su divina Majestad se vale para encaminarnos a lo recto, y que de todos debemos aprovecharnos. Las antiguas tribulaciones y amarguras que hemos pasado; los auxilios que su infinita misericordia nos ha franqueado, la felicidad con que nos ha libertado, son otros tantos motivos para avivar nuestra fe y encender nuestra caridad: y ojalá sepamos aprovecharnos y empeñamos a emplearnos en su amor y servicio con menos tibieza que hasta aquí, corresponder del posible modo á las finezas inefables, con que se ha dignado agraciar a esta comunidad.

“Me he detenido demasiado en esta, y seria quizá molestar a la bien ocupada atención de V. S. I.; pero por una parte he creído no satisfacer a mi gratitud sin hacer a V. S. I. una relación de lo sucedido, y quisiera por otra parte, que las grandezas que el Señor ha obrado con nosotras se publicasen por todo el universo mundo.

“Yo, y esta comunidad agradecemos a V. S. I. sobre manera la limosna de quinientos pesos con que su caridad y ardiente celo por la gloria de Dios se ha servido socorremos. Ella se destinará a los santos fines que V. S. I. señala. En eso bendecimos a la divina Providencia.

“Ya dije a V. S. I. que su muy apreciable carta se leyó a toda esta comunidad: ella se ha archivado original en este monasterio, como un monumento de la gran piedad de V. S. I. La gratitud nuestra no será pasajera, para perpetuarla, he dispuesto y acordado con estas sus humildes hijas aplicar por la intención de V. S. I. y por su felicidad espiritual y temporal la comunión y demás ejercicios espirituales que practicará esta religiosa comunidad en todos los viernes de año, mientras dure este monasterio; desde donde esperamos su paternal bendición, rogando a Dios Nuestro Señor guarde a V. S. I. y llene de su amor los muchos años que deseamos en este convento de Santa Catalina de Siena de Buenos Aires, a 27 de setiembre de 1807 — Ilustrísimo señor — B. L. M. de V. S. I. su mas humilde hija — Teresa de la Santísima Trinidad, priora — Ilustrísimo señor doctor don Benito María de Moxo y de Francoli”.

Durante la reforma eclesiástica impulsada por el Ministro de Gobierno Bernardino Rivadavia, en 1821, se suprimieron algunas órdenes religiosas y sus bienes pasaron al Estado. Además, se prescribieron rígidas normas para ingresar a la vida conventual, pero tanto el monasterio de las Catalinas, como el de las Capuchinas o Monasterio de Santa Clara, no formaron parte de la reforma y fueron respetados.

Fuente
La Revista de Buenos Aires – Historia Americana, Literatura y Derecho – Imprenta de Mayo,Buenos Aires (1863).
Udaondo, Enrique, Reseña Histórica del Monasterio de Santa Catalina de Sena de Buenos Aires. Buenos Aires, 1945.
Velo blanco y velo negro – Diario Clarín – Buenos Aires, martes 14 de agosto de 2001.
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