Villegas y la conquista del desierto

Teniente primero Conrado E. Villegas hacia 1866

No hemos comprendido los argentinos hasta el día de hoy el hecho grandioso que significó la conquista del desierto que se extendía sin límites, desatendido, abandonado, que parecía un interminable páramo sin futuro.

Así era la Patagonia que ocupa la tercera parte de la extensión de nuestra Patria.  Esa Patagonia que estuvimos a punto de perder, por desidia, por ignorancia, por falta de decisión.  No había entonces conciencia de la urgencia de afirmar los reales patrios donde se enseñoreaban las tribus bárbaras que, en sus salidas desde sus aduares, impedían el avance de la civilización.  Aún hay quienes creen que la conquista del desierto carece de mayor mérito, porque consideran al indio un enemigo despreciable, sin saber las bajas que tuvieron y los sufrimientos que debieron soportar los expedicionarios.  Sus tribulaciones no fueron menos severas, que las que soportaron en las guerras de la Independencia, magníficas proezas encerradas en un marco más lúcido.

Sin embargo no faltaron argentinos conscientes que comprendieron la urgencia de asegurar los derechos de la soberanía argentina, legítima herencia de la época del dominio español.  Tampoco faltaron lamentablemente hasta en el parlamento nacional, personalidades de primera magnitud que se empeñaron en desprestigiar la empresa por razones mezquinas.  El ejemplo más notable es el del antojadizo Domingo Faustino Sarmiento, que a toda costa quería restar lucimiento a Julio A. Roca.  Así, desde su banca, negó todo mérito a la empresa que –según él- carecía de perspectiva e interés.  Nada se ganaría con la expedición que nunca se podría cumplir en un año, aunque tal vez sí en diez o veinte.

Habló despectivamente de lo que llamó el paseo militar que se planeaba, como si se tratara de una marcha de rutina, sin penurias, sin peligros.  Tremenda injusticia, porque si en nuestra historia hubo una campaña llena de penurias, es ésta.  Afirmaba que de conquistar algo, se limitaría a hacerlo por pajonales, desiertos, bañados y pedregales.  Se empeñó en ridiculizar la durísima expedición, con el propósito oculto de denigrar a Roca, que surgía como candidato a la Presidencia de la Nación, honor que Sarmiento pretendía volver a ocupar.  Y en una de sus volteretas tornadizas, votó por el disparatado plan, que ya consideraba descartado; como quien lo hace por burla o de lástima.  Todo esto era ridículo y falso, aparte de la obligación de defender la Patagonia apetecida por un pretencioso vecino.  Lo contrario era la realidad.  Se trataba de una tierra de promisión, como actualmente se ha demostrado.  Era un millón de kilómetros cuadrados que incluían las tierras más fértiles del mundo, aparte de toda suerte de riquezas, muchas de ellas aún no explotadas.

Gran esfuerzo costó iniciar la campaña de Roca, a causa de posturas e intereses criticables, que la obstaculizaron.  Esta campaña es en la activa vida de Roca llena de triunfos y brillo, su acierto más notorio, más patriótico.  Su poderosa inteligencia y conocida sagacidad debió esforzarse en superar los inconvenientes, la oposición, la mezquindad y la displicencia.  Para ello tuvo el apoyo de sus camaradas de Ejército, que ellos sí conocían el teatro de operaciones y sí sentían a la Patria.  Ellos, que habían soportado las penurias del desierto y habían visto ralear sus filas de valientes camaradas; ellos sí tenían autoridad para opinar.  Estos bravos soldados habían escrito páginas de gloria y estaban dispuestos a morir por su Patria.  Se daban íntegros sin pedir cosa alguna, porque entendían lo que es el patriotismo y lo que a sacrificio importaba, lo cumplían con naturalidad.  Y entre estos héroes se destaca nítidamente Conrado E. Villegas, un hombre extraordinario, jamás discutido, amado y temido por sus rudos milicos, soldado hasta la médula de los huesos, cuyo carácter y serenidad llevan a lucir su valentía probada.  Para sus soldados era un coloso invencible.  Ellos se sabían bien mandados y jamás dudaron sobre lo que había que hacer al recibir una orden, así equivaliese a marchar hacia una muerte segura.  “¡Por algo será que lo manda el Toro Villegas!” decían serena y resignadamente.  Y morían peleando, con humildad insuperable y bravura intrépida.

Villegas era en el combate el primero en atacar y en la retirada el último en retroceder.  Hubo quien dijo que tenía siete vidas, como el gato…  Algunos creen que tenía más.  Porque fueron más de cincuenta heridas de bala y especialmente de lanza, de sable y de bolas que, en su lacerado cuerpo, comprobaron los médicos franceses cuando Villegas murió en París y se lo embalsamó.  Al descubrir tantas cicatrices y los “costurones” que bordaban ese mosaico de cuerpo se sorprendieron no imaginando cómo pudo sobrevivir a semejantes golpes de lanza o sable.  La fuerza de espíritu de Villegas era capaz de transformar un organismo minado como el de él, en el de un luchador invencible contra los salvajes del desierto, con sus propias armas y en recios encuentros.  Este hombre explicablemente adorado por sus soldados, por sus hazañas, por su conducta, por su ejemplo, no era tan solo un campeón en la lucha personal.  Era un distinguido jefe, inteligente, ilustrado, capaz de planear acertadamente operaciones difíciles, haciendo rendir al máximo a sus menguadas huestes en dificilísimas situaciones.  Un ejemplo para todo soldado de Caballería, un soldado ejemplar para todo soldado.

Con poco se daba por satisfecho este sufrido soldado al que irritaba la insensibilidad de quienes ponían escollos a la conquista del desierto.  Escribe a Ataliva Roca: “Es una vergüenza mi amigo –dice- lo que sucede, mientras no llevemos la ofensiva a los indios.  ¿Acaso ellos son más hombres que nosotros?  No lo creo.  Guerra a muerte es lo que debemos hacer.  Con el Remington los debemos convencer.  ¿Cree usted mi amigo que faltan jefes que hicieran con placer ese servicio al país?  No.  No faltan, Ud. bien sabe que varias veces he pedido permiso para invadir y no se me lo han dado.  Ahora he vuelto a pedirlo”.

“Veremos qué se me contesta.  Yo no necesito ni cañones ni columnas para invadir.  Cien hombres y unas cuantas yeguas me bastan.  Ustedes que tienen intereses en la frontera deben gritar hasta quedarse roncos, que se les garantan esos intereses, puesto que por ellos pagan el Ejército”.  Y el famoso personaje concluye refiriendo uno de los episodios coloridos que llenaron su vida.  “Cuando la refriega del 1º de junio –escribe- el indio Platero me pegó un lanzazo en el costado izquierdo, le cazé la lanza y devolví el obsequio con un confite de mi revólver, al que el imbécil en vez de tragarlo por la boca lo engulló por el ombligo.  Ahora he sabido que al llegar a Los Toldos murió.  ¡Que el diablo lo conserve en una guampa…  Este indio era el que más me atacaba, y cuando le pegué el balazo sujetó el caballo y ya me dejaron todos.”

Fuente

Martines Zuviría, Gustavo – Extractado del prólogo de la obra: “Del Río IV al Lime Leuvú, de Alberto D. H. Scunio

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