A mediados del siglo XIX, las costumbres electorales argentinas no brillaban por la pureza, la corrección, o el respeto a la voluntad popular. Las elecciones eran ritos dignos del dios Meloch, con lujo de violencia y listas de bajas, con muertos y heridos. A nadie se le hubiera ocurrido dejar al votante expresarse libremente. Los resultados dependían pura y exclusivamente de la fuerza bruta, de quien cometiera más fraude. Pero un fraude elemental, grosero, primitivo.
En la ciudad de Buenos Aires, los distritos eran dominados por los matones del barrio, a sueldo de los caudillos. En aquel entonces el voto no era obligatorio y el sufragio se efectuaba en público y de viva voz, en el atrio de las iglesias. Si el propósito de ofrecer este escenario fue santificar el acto y exorcizar a los demonios de la violencia, los resultados fueron sumamente pobres.
El día de elecciones, bandas de patoteros armados revoloteaban en torno a los atrios, vigilando estrechamente el proceso. El que votaba en contra ponía en peligro su integridad física. Terminado el acto, la banda que se consideraba perdedora asaltaba a la mesa, entablándose batallas homéricas, con tiroteos, cuchilladas y entreveros cuerpo a cuerpo. A veces se levantaban los adoquines del empedrado para proceder a una prolija pedrea del enemigo. No era raro tampoco que se ocuparan las terrazas vecinas, para convertirlas en cantones, guarnecidos por malevos armados con carabina. El bando que se apoderaba de la mesa acomodaba los resultados a gusto y paladar, como trofeo de la victoria.
Como el voto no era obligatorio y el hecho de votar una aventura peligrosa, poquísimos ciudadanos concurrían al comicio. Los porcentajes de votantes eran espantosamente bajos respecto de la población. Pero los que votaban, solían hacerlo varias veces, concurriendo a una mesa tras otra, en una digna expresión de voto múltiple.
En el interior, la cosa era peor. Se votaba por quien decía el comisario o el patrón, y se acabó. No había posibilidad de opción, so pena de severos castigos. En las provincias, la voluntad suprema era la del gobernador, estableciéndose en varias de ellas verdaderas dinastías, en que el cargo iba rotando por decenios entre los miembros de una o dos familias. Y no faltaba, por cierto, el general elector, es decir el comandante de guarnición, que utilizaba las armas nacionales para establecer o remover situaciones a voluntad. El ciudadano que deseaba ejercer sus derechos, debía ser muy de pelo en pecho.
La situación denunciaba una enorme inmadurez política. Inmadurez no sólo a nivel popular, sino extensiva al plano de los dirigentes. Años después, cuando apareciera el voto comprado, Carlos Pellegrini lo saludaría como un gran avance civilizador, ya que el fraude por la violencia tendía a ser reemplazado por el fraude por el soborno…
Mitre fue elegido presidente de la República como candidato único, sin opositor al frente, y –caso único en nuestra historia- por sufragio “unánime”, en una elección poco concurrida y escasamente entusiasta. Desde el poder, expresó el deseo de mitigar los abusos y depurar las costumbres en boga. En su mensaje al Congreso del 13 de mayo de 1864, expresó (1): “La elección de sus representantes, es el único acto por medio del cual el pueblo ejerce una influencia directa en los negocios del Estado; y el ejercicio patriótico y real de este derecho, es la más eficaz garantía de la estabilidad del orden, porque el pueblo, aunque no siempre elije lo mejor, elije siempre lo que se halla más dispuesto a sostener. Si los gobiernos no satisfechos con gobernar, y a títulos de más capaces se empeñan en constituirse en poderes electorales, poniendo al servicio de una parte del pueblo los medios de acción y de poder que el pueblo todo les ha confiado para la seguridad común, ¿qué función le dejamos al pueblo en el régimen representativo? ¿qué garantía sólida damos al orden constitucional?
“La lucha ardiente en que hemos vivido antes de ahora, la necesidad de defensa de los partidos atrincherados en el gobierno, la transmisión de un abuso que se ha considerado por mucho más tiempo como inherente al ejercicio de la autoridad, han podido explicar o disculpar esta distracción de la fuerza del gobierno a objetos contrarios y extraños a su naturaleza y fin; pero me asiste la confianza de que, a medida que la opinión se fortalezca y los partidos se eduquen, esa intervención legítima de los gobiernos en las elecciones ha de desaparecer, y con ella, uno de los más inminentes peligros de esta situación”.
Pese a lo cual los partidos, incluido el de Mitre, siguieron cometiendo fraude, pero en lo que a su gestión respecta, el presidente cumplió su palabra y se negó a ser elector. Fuera de excomulgar algunas candidaturas, como la del general Urquiza y la de Adolfo Alsina, prescindió de ingerirse en las elecciones presidenciales, no pronunció la “media palabra” y no apoyó a su candidato, Rufino de Elizalde. Aceptó el triunfo del partido opositor, que llevó al poder a Domingo F. Sarmiento.
Sarmiento no creía en el sufragio universal ni en la voluntad popular. Para él esas cosas eran vaciedades, lindas para vocearlas pero no para ejecutarlas. Creía que el pueblo, en incurable minoridad, debía ser tutelado por una minoría selecta, dentro de la que, por supuesto, se ubicaba en situación eminente. Y, como en todos los aspectos de su vida, tenía la entereza o la ingenuidad de decir lo que pensaba. Existe de él una carta asombrosa, del 17 de junio de 1857, en la que narra una elección en que los “pandilleros” (liberales) borraron del mapa sin escrúpulos a los “chupandinos” (federales), en estos crudos términos: “la audacia y el terror, empleados hábilmente, han dado este resultado admirable e inesperado… Establecimos en varios puntos depósitos de armas y municiones, pusimos en cada parroquia cantones con gente armada, encarcelamos como unos veinte extranjeros complicados en una supuesta conspiración; algunas bandas de soldados armados recorrían de noche las calles de la ciudad, acuchillando y persiguiendo a los mazorqueros; en fin, fue tal el terror que sembramos entre toda esta gente, con estos y otros medios, que el día 29 triunfamos sin oposición… el miedo es una enfermedad endémica en este pueblo; esta es la gran palanca con la que siempre se gobernará a los porteños; manejada hábilmente producirá infaliblemente los mejores resultados”.
Respecto de la campaña decía: “Los gauchos que se resistieron a votar por los candidatos del gobierno fueron encarcelados, puestos en el cepo, enviados al ejército para que sirvieran en las fronteras con los indios y muchos de ellos perdieron el rancho, sus escasos bienes y hasta su mujer”.
Cuando don Domingo entró en la Casa Rosada, no había cambiado de parecer. Y desde el comienzo estuvo dispuesto a señalar con el dedo al sucesor y a volcar el peso de la maquinaria política en su favor.
Referencia
(1) Bartolomé Mitre – “Arengas” – Ed. Carlos Casavalle, Buenos Aires (1889).
Fuente
Portal www.revisionistas.com.ar
Scenna, Miguel Amgel – 1874: Mitre contra Avellaneda
Todo es Historia – Año XIII, Nº 167, Abril 1981.
Se permite la reproducción citando la fuente: www.revisionistas.com.ar