Armas durante la época virreinal

En la época del virreinato, los criollos prácticamente no tenían armas.  El virreinato del Río de la Plata no nace, desde el punto de vista militar, desde el Océano Atlántico, sino que nace y se extiende desde el Cuzco.  Los conquistadores utilizaban mayormente las armas blancas y en combate cuerpo a cuerpo, porque los sistemas de armas de fuego eran muy escasos y poco útiles.  Estas, simplemente sirven para asustar a los indígenas, pues no llegan al Río de la Plata en la cantidad y calidad necesarias.  Tan es así que, en la época pre-invasiones inglesas, todavía se seguía utilizando el arcabuz, que así se llamaba al mosquete más pesado, apoyado en una horquilla.

Los hombres que habitaban nuestro territorio en la época colonial, no tenían grandes conflictos ni se empeñaron en grandes guerras.  Por lo tanto, no necesitaban armamento muy sofisticado para la época.  Si se observa en nuestros museos, y se busca en nuestros archivos o se leen nuestros historiadores, se hallará especialmente en la pictografía, las armas de la época, que son simples estoques, o espadas de complemento.

Nuestro país no tiene armas en la época virreinal, hasta el momento en que Pedro de Cevallos, cuando surge un conflicto con Portugal por la Colonia del Sacramento, se ocupa de conseguirlas.  Entonces sí, empiezan a venir algunas armas de fuego para combatir a los portugueses, pero quedan en poder del gobierno colonial y así son devueltas a España.  A nosotros sólo nos quedan alabardas, picas y algunas espadas, porque el sable, que es un arma de origen oriental, no existía todavía en forma masiva en el Río de la Plata.

Son los ingleses los que nos proveen de armas para la Revolución de Mayo.  En la época colonial, en la Armería Real, existían muy pocas armas, y estaban controladas y en poder de los regimientos fijos de Buenos Aires. 

Cuando los criollos enfrentaron a los invasores ingleses, que habían planeado muy bien el contexto geopolítico en el cual iban a desarrollar sus acciones, tal como lo describe el almirante Destéfani en su libro “Los marinos en las invasiones inglesas”, tuvieron que defenderse de la táctica empleada que les llegaba desde el agua.  Pero éstos, que habían preparado prolijamente su estrategia, previamente hicieron contacto con algunos criollos y pulsaron la situación, interpretando el fermento de libertad que anidaba en la mayoría.  Los patriotas, que no tenían armas ni posibilidades de adquirirlas, pensaron que los ingleses les iban a entregar las mismas para lograr la tan ansiada independencia.  Entre quienes así opinaban se contaba Pueyrredón, por lo que se entrevistó con Beresford cuando éste desembarcó, esperando recibir de él las armas necesarias para equipar a los hombres con los que había conseguido formar una tropa pobremente armada.  El jefe inglés, como es de imaginar, le negó la entrega de armas, haciendo que Pueyrredón comprendiera que sin éstas, los criollos solamente cambiarían de amo, puesto que los ingleses no venían como aliados sino como conquistadores.  Pese a la precariedad de los medios de que disponía, Pueyrredón enfrentó a los invasores con los Húsares en la Chacra de Perdriel, y fue fácilmente derrotado por la superioridad en armamento del enemigo.

Pero, producida la derrota de los ingleses, y rendidos sus jefes y hechas prisioneras sus unidades militares, nuestros hombres capturaron un excelente botín de guerra, lo cual dio origen a que en el virreinato, los criollos, y fundamentalmente la Legión de Patricios, pudieran contar con las primeras armas de fuego realmente efectivas.  Entre las capturadas, se encuentra nuestro primer fusil de uso militar en mano de unidades formadas por hijos del país.  Este es el fusil de chispa Brown-Bess.  Aquí conviene aclarar el error popular que hace que a esta arma se la denomine “Tower”, porque en su platina derecha se hallan grabadas una corona y la palabra Tower.  Pero aquí radica el error de la denominación, porque en Inglaterra todas las armas militares eran propiedad del rey, de ahí la corona, e ingresaban al arsenal real, que era la Torre de Londres, cualesquiera fueran su marca o el origen de su fabricación.

Este fusil Brown-Bess tuvo para nosotros el inconveniente de que no poseíamos el elemento más importante que necesitaba su sistema de fuego, y que consistía en una piedra que se colocaba en lo que hoy se llamaría “percutor”, que se denomina pedernal.

Esta dificultad subsistió a través del tiempo, y es la que, alcanzada nuestra libertad, y en las luchas empeñadas para consolidarla, hace decir a Belgrano en Tucumán, en documento dirigido al Primer Triunvirato, que los fusiles allí fabricados se le doblaban al primer disparo y además, carecían de su elemento más valioso, el pedernal, sin el cual estas armas eran prácticamente inservibles, reclamando a Buenos Aires su pronto envío.

En resumen, el arma más importante que pudimos utilizar, y con la cual enfrentamos a los bien pertrechados y disciplinados soldados invasores, fue el coraje.  El coraje hizo que ofreciéramos resistencia a sus modernas armas, pues el 95% de los “riflemen” utilizaban el “Baker”, modernísimo rifle para la época, puesto que era de ánima rayada.

Pocas eran las armas de combate que poseíamos en la época del virreinato, y ello se debía a que los españoles no les interesaba mucho que las poseyéramos.

El almirante Destéfani, al referirse a este tema en su obra ya citada, contabiliza, en la época posterior a la primera invasión inglesa y los preparativos para la Defensa, sólo “3.661 fusiles entre los españoles y los tomados a los ingleses”.

Saavedra, que pasa a ser el comandante de la Legión de Patricios, criollos veteranos de las invasiones, es el receptor para su unidad, de la potencia de fuego que nos habían dejado los ingleses, decidiendo por ello a nuestro favor la Revolución de Mayo.

Para corroborar la escasez de armas existente, basta con tomar en cuenta el bando militar número 2, firmado por Cornelio Saavedra, Mariano Moreno, y todos los integrantes de la Primera Junta el 28 de mayo de 1810, en el que, para poder armar a los nuevos regimientos criollos, se manda requisar a todos los vecinos propietarios de armas, sean éstas blancas o de fuego.  Como la mayoría de aquéllas se encontraban en manos de españoles, por pertenecer las mismas al Rey, la Junta ordena y manda que todo particular que tenga uno o más fusiles, pistolas, sables o espadas, los entregue a la Comandancia de Armas, dentro de un muy perentorio plazo de cuatro días, pasados los cuales se castigaría a quienes así no lo hicieran.  También ofrece una gratificación del orden de cuatro pesos por fusil, dos por pistola y uno por arma blanca, sea ésta sable o espada.

Esto no debe haber dado mucho resultado, y puede atribuirse a dos razones: la primera, a que no eran demasiadas las armas existentes, y la segunda, a que los españoles eran propietarios indiscutidos de las armas hasta ese momento, y no tenían ningún interés en entregárselas a quienes iban a ser sus opositores en venideros conflictos guerreros.  De ahí que, poco tiempo después, el 14 de junio, por un nuevo bando se ordena que toda arma que no se halle en manos de autoridad militar sea entregada sin que se tenga en cuenta fuero, excusa ni privilegio alguno, y esta vez en el perentorio término de 24 horas de publicado.  Además, se agrega la pena del destierro para quienes ocultaran las armas y se gratificaba con 25 pesos al que denunciare a quien las retuviera.  La mitad se le entregaba al denunciante, y el resto pasaba al en ese entonces Real Fisco.

En cuanto a las pistolas, las recompensas se ofrecían, ya fueran éstas de charpa o de arzón.  Las primeras eran las que se portaban en un tahalí, que hacia la cintura llevaba unido un pedazo de cuero con ganchos para colgar pistolas regulares de chispa.  Las segundas correspondían a pistolas, también de chispa, pero de mayor tamaño y longitud de cañón, y que se llevaban en unas pistoleras colocadas en el fuste delantero de la silla de montar.

Acuciante era la necesidad de armamento, heredada por nuestros patriotas de la época del virreinato, los cuales, para aumentar las fuerzas que se necesitaban y suplir la falta de armas de fuego, ordenaron por medio de la Junta a Miguel de Azcuénaga, el 10 de agosto de 1810, que con maderas buenas hiciera enastar las alabardas que usaban las tropas españolas, y formara con estas armas blancas dos compañías de alabarderos de cien hombres cada una, en la provincia de Tucumán, considerando que ésta era una excelente “caballería” para las tropas destinadas al Perú, aumentando así las fuerzas para reemplazar la falta de armas de fuego.  Simultáneamente, la Junta acuerda que todos los sargentos del Ejército usen alabarda, para que los fusiles puedan ser usados por otros tantos soldados.

La penuria por obtener armas debe haber sido muy grande para nuestros hombres de Mayo, porque casi dos años después de los bandos a que se hizo referencia, un decreto firmado por Chiclana, Sarratea y Paso, sigue solicitando la entrega de toda arma de chispa o blanca que se halle en manos de particulares, sean éstas de propiedad privada o del Estado (desde luego del Rey) y aplicando esta vez hasta la pena de muerte a quien las ocultare.  Nuevamente el fisco vuelve a quedarse con la mayor parte de los quinientos pesos de gratificación que se otorgaba a quien descubriese al que tenía armas, pues esta vez el denunciante sólo se llevaba un tercio de dicha suma y el resto quedaba para el Estado.

Como se ve el virreinato no contaba con armamentos suficientes para empeñarse en acciones de guerra de alguna importancia.  Fundamentalmente, esto se debió a dos razones; primero, conflictos de importancia no existieron, fuera del de Colonia de Sacramento, al que ya se hizo referencia, y luego no interesaba al poder real el dar armas a los más ilustrados hijos de España, como eran los criollos que vivían en Buenos Aires y sus zonas de influencia.

La metrópoli mantenía el centro de gravedad del poder militar en el Perú; por lo tanto, las armas que arribaban al Río de la Plata en los buques, o iban hacia el norte, o regresaban a Europa en esos mismos buques.

La verdadera arma que logra la grandeza de un país es la fuerza empeñada en el esfuerzo común por el corazón de sus habitantes, hacia un objetivo también común que le haga alcanzar la grandeza que ellos pretendan darle.

Fuente

Fontanarossa, José – Armas blancas y de fuego durante la época virreinal – Bol. Del Centro Naval – Buenos Aires (1976).

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