En el año 1819 se publicó en Londres un libro de autor anónimo, titulado Journal of a soldier of the 71st or Glasgow Regiment, Highland Light Infantry from 1806 to 1815 (Diario de un soldado del 71 o Regimiento de Glasgow, Infantería Ligera Highland, desde 1806 a 1815). Probablemente había aparecido antes en forma de folletín en un periódico. Su autor parece ser un tal Thomas Howell, nacido en Edimburgo en 1790, de quien no se tiene información alguna, salvo la que suministra en este libro y quien evidentemente poseía una instrucción superior a la del soldado raso común..
Hubo sucesivas ediciones en 1822, 1832 y 1835. Luego desapareció hasta una nueva edición en 1975 (Leo Cooper Ltd.; Londres, con prologo de Christopher Hibbert; hay reedición de Squadron/Signal Publications, Michigan, 1976).
El libro fue abundantemente utilizado por los investigadores británicos especializados en las guerras napoleónicas, porque su autor había participado en todas las campañas de Wellington, desde Portugal hasta Waterloo, y su obra era juntamente con el libro de Harris, el único documento que representada el punto de vista del soldado raso. Pero nunca se difundió el texto completo entre el gran publico.
Pero para los argentinos, su valor radica en que el primer capítulo relata episodios que vivió el autor durante las invasiones inglesas al Río de la Plata así como sus impresiones personales. Puesto que no he visto nunca citar a este documento, he creído conveniente traducir ese primer capítulo.
Resulta ilustrativo comparar este texto con las memorias del Teniente coronel Lancelot Holland, quien formaba parte junto con el ignoto autor, de la columna Craufurd, rendida en el templo de Santo Domingo (Expedición al Río de la Plata, traducción de E. Eggers, Eudeba, 1975).
Finalmente me permito señalar la curiosa reticencia que, en el último párrafo, el autor atribuye al sacerdote que intentó convertirlo. ¿Debemos interpretarla en el sentido que ya no se sentía más español y que germinaba en su mente la idea de una separación? Dejo al desocupado lector la solución de este interrogante.
“Llegamos al Río de la Plata en octubre de 1806, cuando se nos informó que los españoles habían recuperado Buenos Aires y capturado al Coronel Beresford. Nuestras tropas solo poseían Maldonado, un lugarejo en la boca del río, a unas sesenta millas de Montevideo.
Al desembarcar encontramos a los restos del ejército carentes de todos los materiales necesarios y con la moral muy baja. Por el lado de tierra, nos rodeaban unos cuatrocientos jinetes, que atacaban a todas nuestras patrullas e impedían la llegada de abastecimientos. Estos jinetes no eran soldados regulares, sino habitantes de la tierra que se habían presentado para defender sus hogares contra nosotros.
Poco después de nuestra llegada a Maldonado, los españoles salieron de Montevideo para atacarnos. Eran alrededor de seiscientos y contaban con cierto número de grandes cañones. Vinieron hacia nosotros en dos columnas, a la derecha la caballería y a la izquierda la infantería, atacando tan vigorosamente a nuestra vanguardia de cuatrocientos hombres, que obligaron al Coronel Brown quien comandaba nuestro flanco izquierdo, a enviar en su apoyo al Mayor Campbell con tres compañías del Regimiento 40. Este refuerzo chocó contra la cabeza de la columna de infantería española, la que se mantuvo firme, luchando con coraje. Se produjeron bajas en ambas partes, pero los valientes del 40 los rechazaron a punta de bayoneta. Sir Samuel Auchmuty ordenó a los cazadores y al batallón ligero que los atacasen por la retaguardia, lo que ejecutaron con el mejor espíritu. Tres hurras fueron la señal del ataque. Los españoles huyeron y la columna derecha, viendo la suerte que había corrido la de su izquierda, picó espuelas y se retiró sin haber entrado en combate. Quedó en nuestro poder un general y un gran número de prisioneros, además de uno de los cañones. Dejaron aproximadamente trescientos muertos en el campo. Muy pocos prisioneros estaban heridos, y estos fueron tomados durante la persecución. Yo lo vi llevar a su gente a la ciudad apenas eran heridos. Nuestras pérdidas fueron mucho menores.
Después de este combate, ya no vimos a nuestros incómodos huéspedes, los jinetes, que constantemente habían estado desafiándonos e incluso atacando a nuestra gente dentro del campamento.
Ésta fue la primera vez que vi sangre derramada en un campo de batalla; fue la primera vez que escuché tronar al cañón con su carga de muerte. Yo no tenía aún diecisiete años y hacia seis meses que había dejado mi hogar…
Hasta el 2 de noviembre tuvo mucha faena. Estábamos obligados a trabajar día y noche para construir baterías y otras obras.
No tuve participación en el asalto a Montevideo. Me quede en el campamento custodiando los bagajes. Pero desde la ciudad el enemigo nos bombardeaba y sus granadas caían a menudo cerca de donde yo estaba, una en particular pareció que iba a caer a mis pies. Un joven oficial, corría de aquí para allá, como si quisiera esconderse. Un viejo soldado, tan serio como un turco, le dijo “Señor, no necesita esconderse. Si alguna bala le está destinada, seguramente lo encontrará”. El joven pareció avergonzado y cumplió con su deber, nunca mas lo vi parecer incómodo ante el fuego, su conversión a la doctrina del viejo guerrero había sido súbita.
El día después del asalto, llegué a Montevideo, donde debía permanecer siete meses. Es un lugar encantador, pero muy caluroso. La noche es la única porción soportable de la jornada. La brisa del mar sopla desde las ocho o nueve de la mañana, lo que mitiga un poco el calor. Sin embargo yo sufrí mucho. Estábamos en mitad de diciembre. El verano había comenzado a desplegar todos sus atributos, con una magnitud de la que yo no tenia idea. Había abundancia de todo tipo de comida, y a medida que el verano avanzaba, de las frutas más escogidas; mucho más de lo que podíamos consumir, y al final nos hartamos….
Me alojé en la casa de una joven viuda, quien hizo todo lo posible, junto con su anciano padre, para que me encontrase cómodo. Su marido había muerto durante nuestro primer ataque a la ciudad y estaba inconsolable. Durante los siete meses que estuve en Montevideo se comportó como una madre para mí. Tengo una gran deuda con ella y nunca olvidaré a María de Parides. Era de estatura pequeña, pero con una apariencia elegante. Como otras mujeres del lugar, era muy morocha, con ojos chispeantes, negros como la tinta, dientes parejos y blancos. Lleva el cabello, al estilo del país, en ondas que caían por su espalda. Era muy largo, negro y brillante. Su vestido era sencillo, un velo negro cubría su cabeza; llevaba la mantilla anudada bajo la barbilla del modo mas agraciado. Este era el ropaje común de todas las mujeres del lugar, las únicas diferencias estaban en el color de las mantillas y los zapatos. Muy a menudo eran de colores, y el velo era blanco. Los hombres llevaban la capa y el sombrero de los españoles, pero muchos usaban sandalias y otros tantos carecían de medias y zapatos.
Las mujeres nativas eran las más feas que yo jamás haya visto. Narices anchas, labios gruesos y muy pequeña estatura. Su cabello era largo, negro y duro, llevándolo rizado sobre la frente en la forma mas horrible, mientras que por atrás les llegaba a la cintura. Cuando pretendían arreglarse, se ponían flores y plumas, luciendo con orgullo su fealdad. Los hombres eran también de pequeña estatura pero muy robustos y con fuertes coyunturas. Son valientes pero excesivamente indolentes. Los he vistos galopando en sus caballos, casi desnudos, con espuelas en sus pies descalzos y apenas una frazada vieja cubriéndoles las espaldas. No le temen al dolor. Los he visto con horribles heridas, sin que pareciera importarles. En cuanto a su pereza, los he visto estar un día entero tendidos, mirando el río, mientras sus mujeres les traían de comer, y si les parecía que no era suficiente, las castigaban ferozmente. Este es el único ejercicio que está siempre dispuesto a hacer; descargar su furia en sus mujeres. Prefieren la carne a cualquier otro alimento, la comen casi cruda y en cantidades que para un europeo son increíbles.
No tuve casi oportunidad de encontrarme con la clase superior de colonos españoles, porque casi todos habían abandonado la ciudad antes de que la ocupásemos. Durante el sitio solo conocí los de la clase más pobre, que visitaban a María de Parides y a su padre, don Santanos (sic). Eran extremadamente ignorantes y muy supersticiosos. María me dijo, con la mayor preocupación, que la muerte de su marido se debía a que había sido embrujado por una vieja india, a la que había negado unas perdices que había cazado poco antes de la batalla.
A medida que fue aprendiendo el idioma, noté algunos rasgos de carácter notables. Cuando María o el viejo Santanos bostezaban, se hacían la señal de la cruz sobre la boca, con la mayor premura, para impedir que el Demonio se les metiese en la garganta. Si Santanos estornudaba, María decía “Jesús” y el contestaba “Gracias”. Cuando alguien llegaba a su puerta decía “Ave María Purísima”, y ellos abrían de inmediato, porque pensaban que quien pronunciaba una frase tan santa no podía tener malas intenciones. Cuando se encontraban con una mujer, decían “A sus pies Señora” o “Beso los pies de Usted” y cuando se despedían decían “Me tengo a sus pies de Usted”7 o “Baxo de sus pies”, y ella contestaba “Beso a Usted la mano, Caballero”. Cuando se separaban de alguien decían “Vaya Usted con Dios” o “Con la Virgen”. Cuando se enojaban, la expresión común “Vaya Usted con cien mil demonios”. María estaba muy preocupada porque yo era un hereje (el autor era metodista) y deseaba que cambiase mi religión, convirtiéndome en católico, como única vía para salvarme. Yo le decía en vano “Muchos caminos al cielo”. Había pocos sacerdotes en la ciudad, porque habían preferido irse a Buenos Aires antes de nuestra llegada con la plata de las iglesias, etc, en lugar de confiar en sus oraciones o en nuestra generosidad. María sin embargo, consiguió uno para convertirme, puesto que su confesor se había marchado con los demás. Me encontré con él una tarde, al volver de mi turno de guardia. Su aspecto me causó una favorable impresión. Era alto y elegante, con una gran barba gris que le daba un aspecto venerable y que suavizaba las arrugas que el tiempo había hecho en su frente. María me presento diciendo que era un joven deseoso de recibir instrucción y que quería creer en todas las doctrinas de la Santa Iglesia, a fin de no perder mi alma a causa de mi descreimiento. Él comenzó a hablar de los errores de los protestantes y del desorden en que se encontraban desde que se habían apartado de la verdadera iglesia. La única contestación que le di fue “Muchos caminos al cielo”. El sacerdote sacudió la cabeza y dijo que todos los herejes eran testarudos, pero me pidió que reflexionase sobre lo que me había dicho. Le contesté que ciertamente lo haría y nos separamos amigablemente. María estaba muy desilusionada porque no me convertí de inmediato, y su padre, Santanos, dijo que sin duda todavía podía convertirme en un buen católico y quedarme con ellos. Yo los amaba por su celo desinteresado, pues su único deseo era mi felicidad.
Así pasaba mi tiempo, hasta la llegada del General Whitelocke, con refuerzos, a principios de mayo de 1807. Era pleno invierno en Montevideo, las noches eran heladas, a veces nevaba un poco y caía granizo del tamaño de porotos. Durante el día, terribles lluvias inundaban todo. En ocasiones teníamos truenos y relámpagos. Una noche en particular todo el cielo parecía incendiado. La montaña junto a la cual está edificada la ciudad retumbaba con el eco, como si fuese a caerse en pedazos. Todos los habitantes se refugiaron en las iglesias o se arrodillaban en medio de las calles. Al llegar los refuerzos, se nos agrupó en una brigada, junto con las compañías ligeras de los regimientos 36, 38, 40, 87 y cuatro compañías del 95. El 28 de junio estábamos en Ensenada de Barragon (sic) con todo el ejército y desde allí iniciamos la marcha hacia Buenos Aires.
El país era casi totalmente llano y cubierto con un pastizal que nos llega hasta la cintura; había grandes manadas de bueyes y caballos, que parecían salvajes. El tiempo era muy húmedo y durante días no tuve nada seco en el cuerpo. Durante la marcha cruzamos muchos pantanos y en uno de ellos perdí mis zapatos y tuve que terminar el resto de la marcha descalzo. Cruzamos el río por un vado llamado Passorico (sic), al mando del Mayor General Gower. Aquí rechazamos a una fuerza enemiga. Al día siguiente se nos unió el General Whitelocke con el resto del ejército. Para el ataque formamos una línea, con Sir Samuel Auchmuty a la izquierda, apoyándose en un convento llamado la Recolletta (sic) distante unas dos millas. Dos regimientos estaban a la derecha. La brigada del Brigadier General Craufurd ocupaba el centro, dominando las principales vías de acceso a la ciudad, cuya plaza mayor y fuerte se encontraban a tres millas de nuestra posición. Tres regimiento se extendían hacia la Residencia, a la derecha.
La ciudad y sus suburbios están formados por manzanas de unas 140 yardas de lado, con casas chatas provista de una terraza que los ocupantes usan para disfrutar el fresco nocturno. Según nos dijeron, ellos pensaban ocupar esas terrazas con sus esclavos, para dispararnos cuando atacásemos por las calles. Dada la formación de nuestro ejército, la ciudad estaba casi completamente rodeada.
Nos mantuvimos en alerta durante la mañana del 5 de julio, esperando la orden de avanzar. Imaginen nuestra sorpresa cuando se nos ordenó atacar con las armas sin cargar, solo con las bayonetas fijas. En las filas se murmuraba “Hemos sido traicionados” Las últimas palabras que oí pronunciar a nuestro noble Capitán Brookman fueron “Cumplan con su deber, muchachos. Adelante, adelante. Viva Gran Bretaña”. Cayó apenas entramos en la ciudad. Nos lanzamos hacia el frente, llevándonos todo por delante, atravesando trincheras y otros obstáculos que los habitantes habían puesto en nuestro camino. En cada esquina, flanqueando las trincheras, se habían colocados cañones que diezmaban nuestras filas a cada paso que dábamos. Sin embargo seguimos adelante, por una calle o por otra, hasta que llegamos hasta la iglesia de Santo Domingo, donde la bandera del Regimiento 71 había sido colocada como un trofeo ante el santuario de la Virgen. Atacamos el convento y rescatamos la bandera del deshonroso lugar donde había descansado desde que el general Beresford se había rendido al general Liniers. Ahora íbamos a sacarla en triunfo; pero los españoles no habían permanecido ociosos. Todas las puertas de la iglesia estaban obstruidas y habían emplazado piezas de artillería cubriendo cada una de ellas. Nos vimos obligados a rendirnos y nos condujeron a prisión. Allí fue donde me enteré del completo fracaso de nuestra empresa.
Durante el avance por las calles, muchos de nuestros hombres se metían en las casas en busca de botín; y al momento de rendirnos muchos estaban cargados con el. Un sargento del Regimiento 38 había hecho una ranura en su cantimplora, como la que hay en las alcancías, y allí metía todo el dinero que encontraba. Cuando salía de una casa que había saqueado, recibió una bala en la cabeza. Al caer, se rompió su cantimplora y gran cantidad de doblones rodaron por la calle. Comenzó una pelea entre los soldados por recogerlos y unos dieciocho hombres murieron, aferrándose al oro que nunca iban a disfrutar. Se los arrancaban a sus compañeros moribundos, sin pensar que ellos estarían en la misma situación al segundo siguiente.
Nuestros captores nos revisaron y nos sacaron todo el botín, pero nos dejaron nuestras pertenencias. Durante la requisa, un soldado que tenía una buena cantidad de doblones, los colocó en su marmita, los cubrió con agua y carne de vaca, y puso la marmita sobre el fuego; así pudo salvarlos.
Unos cien de nosotros, que habíamos sido capturados en la iglesia fuimos conducidos a un descampado para ser fusilados, si no aparecía un valioso crucifijo que había sido robado. Estábamos rodeados por gran número de españoles e indios; sus armas nos apuntaban y su aspecto feroz no nos brindaba muchas esperanzas. Por fin el crucifijo apareció en el suelo, en medio de nosotros, pero no se supo quien lo tenía. Nos condujeron nuevamente a la prisión sin ser más molestados.
Cuatro días después de haber caído prisionero, el sacerdote con quien había conversado en la casa de María Parides, vino a verme en la cárcel y se ofreció para obtener mi libertad. Yo solo tenía que decir que, en algún momento en el futuro, adoptaría la religión católica. Me hizo muchas ofertas tentadoras. Yo agradecí amablemente su oferta, mas le dije que era imposible hacerlo. Él me dijo: “He hecho mi deber como siervo de Dios; ahora haré mi deber como hombre”. Nunca más me habló de cambiar mi religión, pero todos los días me visitaba, trayéndome diversos regalos.
Donald M´Donald estaba muy cómodo en Sudamérica, porque era un buen católico y los españoles lo mimaban. Iba a misa regularmente, se inclinaba ante todas las procesiones, y ante los ojos de nuestros captores era todo lo que un buen católico debe ser. A menudo pensaba quedarse en Buenos Aires bajo la protección del noble sacerdote. Ya lo tenía decidido cuando llegó la orden para nuestra liberación. Debíamos reunirnos con el General Whitelocke después de catorce días de confinamiento. Donald todavía dudaba, pero parecía decidido a quedarse, hasta que yo le canté “Lochaber no more”. Los ojos se le llenaron de lagrimas y dijo: “No, no puedo quedarme. Tal vez no pueda volver nunca a Escocia”. El buen sacerdote se sintió herido por su retractación, pero no se ofendió. Dijo: “Es natural. Yo una vez amé a España por sobre todas las cosas, pero…” Aquí se detuvo, nos bendijo, nos dio diez doblones a cada uno y nos dejó. En cuanto nos liberaron emprendimos el regreso a Gran Bretaña, tuvimos un viaje rápido y agradable sin ningún inconveniente.
Notas de Christopher Hibbert
1. Sir Samuel Auchmuty (1756-1822), comandante de los refuerzos, había decidido que era imposible retomar Buenos Aires, con la pequeña fuerza a su disposición y en su lugar atacó Montevideo. Fue designado Comandante en Jefe de Madras en 1810, y Comandante en Jefe en Irlanda en 1821.
2. El Teniente general John Whitelocke (1857-1833) había sido designado comandante en América del Sur por recomendación del Duque de York. Al llegar reemplazó en el mando a Sir Samuel Auchmuty. Su incompetente manejo del ataque contra los españoles de Buenos Aires y su subsiguiente retirada de Montevideo, lo condujeron el año siguiente ante un Consejo de Guerra en Chelsea. Luego de un juicio que duró siete meses, fue encontrado culpable de varios hechos y condenado a ser dado de baja. La sentencia se leyó ante todos los regimientos y Whitelocke pasó los restantes veinticinco años de su vía en la oscuridad.
3. El Mayor General John Leveson-Gower era el segundo de Whitelocke.
4. Robert Craufurd (1764-1812), conocido como “el negro Bob” estableció su brillante reputación como jefe de cazadores durante esta poco gloriosa campaña sudamericana. Hombre de muy mal carácter, corrió un rumor en el ejército según el cual había ordenado a sus hombres disparar contra el incapaz Whitelocke si llegaba a verlo durante el combate.
5. El Coronel William Carr Beresford (1768-1854) escapó luego de una prisión de seis meses y llegó a Inglaterra en 1807. Luego de convirtió en uno de los mejores generales de Wellington. Se lo nombró Lord Beresford de Albuera y Cappoquin luego de la guerra de la Península , durante la cual comandó el ejército portugués.
6. El Caballero de Liniers era un emigrante francés que había asumido el mando de las tropas españolas
7. Donald M´ Donald parece haber sido el único amigo íntimo del autor en el regimiento. Se habían embarcado juntos en Leith. “Era mi camarada y se convirtió en un firme amigo” dice el autor refiriéndose a su estadía en la isla de Wight. “A menudo salía en mi defensa. Donald sabía leer y escribir, pero a eso se limitaba su educación. Era inocente e ignoraba todo lo mundano; solo tenia dieciocho años y nunca había dormido una noche fuera de su casa, hasta que decidió dejar el hogar paternal. Había venido de Inverness a Edimburgo a pie, con la sola intención de enrolarse en el regimiento 71. Su padre había sido soldado en el, y había vuelto al hogar cuando se retiró. Donald lo llamaba su regimiento”.
Fuente
Claisse, Dr. Aníbal Oscar – Academia Porteña del Lunfardo – Titular del sillón “Last Reason”.
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