Primeros porteños

Sesenta y cuatro personas se engancharon para poblar Buenos Aires cuando en enero de 1580 Garay hizo pregonar la fundación de la ciudad.  Sesenta y tres varones y una sola mujer, Ana Díaz, la labradora que inspiró una bella página de Manuel Mujica Láinez (1). 

El conjunto de pobladores que bajaron el río atraídos por las promesas del pregón, parecía un muestrario de las diversas corrientes colonizadoras del Plata y de las mezclas de sangre ocurridas.  No pasaban de diez los peninsulares, Garay, Rodrigo Ortiz de Zárate, Gonzalo Martel de Guzmán, Alonso de Escobar y unos pocos más.  La mayoría eran criollos, nacido en la tierra, como Pedro Quirós, hijo de un compañero de Alvar Núñez, Luis Gaytán, descendiente de un expedicionario de Mendoza o Pedro Carbajal, vástago de un tal Juan Bernal, venido con Mencía Calderón de Sanabria.  Figuraba también un hijo de Domingo de Irala; el portugués Antonio Tomás, maestro naval que había participado de la aventura del primer Adelantado; un ítalo asunceño, Lázaro Griveo, hijo del italiano Leonardo Griveo que arribó con Mendoza y fue precursor, a su modo, del italianismo en el Río de la Plata.  Alonso de Vera “El Tupí”, hombre de confianza del fundador, era un mestizo cuzqueño de subida tez y de buen linaje por parte paterna.

Fue precisamente este Alonso “El Tupí” quien recibió encargo de viajar a España con el objetivo de traer nuevos pobladores.  Lo hizo el 18 de junio, en compañía de fray Juan de Rivadeneyra, cuya misión consistía en buscar sacerdotes para compensar la escasez de clero en las nuevas fundaciones.  Ya en la Península, Vera trabajó intensamente.  Enganchó pobladores de acuerdo a las nuevas tendencias auspiciadas por la Corona: la contratación privada se prefería al enganche pregonado con pífano y tambor que deparaba el riesgo de contratar aventureros y no personas casadas y laboriosas necesarias en esta etapa de la colonización (la rebelión de los mancebos, ocurrida en Santa Fe en junio de 1580 justificaba tales exigencias).

Morón de la Frontera, Valdemoros, Antequera, Arjonilla, Lucena, Sevilla y otros pueblos y ciudades andaluzas proporcionaron el segundo contingente de protoporteños.  Treinta varones, muchos de ellos acompañados por sus mujeres e hijos, se embarcaron en mayo de 1582 en la nave fletada por “El Tupí”.  Viajaron también doce frailes reclutados por Rivadeneyra.

Luego de las innumerables peripecias de esos trayectos marítimos, plagados de arribadas forzosas, de tormentas y de piratas, los andaluces de Alonso de Vera llegaron a Buenos Aires.  De inmediato se incorporaron a la vida de la misérrima aldea casi con igual jerarquía que los primeros pobladores.  Fueron gente de trabajo al estilo de Cristóbal de Naharro, dueño del primer molino harinero que funcionó en la ciudad y hacendado en el pago de La Matanza o como Juan Domínguez Palermo, siciliano, que se casó con la hija de un conquistador y cultivó su viña en el sitio que hoy forma el más espléndido paseo de Buenos Aires.

La más pobre ciudad

Los pobladores de la nueva ciudad habían sido en España hidalgos pobres, labradores o marineros.  Su condición no mejoraría mucho con el traslado.  En cuanto a la de los asunceños posiblemente empeoró: en la ciudad de Irala había gran cantidad de indios mansos que realizaban las tareas más rudas y compensaban a su modo las desventajas del aislamiento geográfico.

En 1587 escribía el teniente de gobernador Rodrigo Ortiz de Zárate al rey: “Es de serio esta tierra la más necesitada de todas las de las Indias”.  La afirmación era rigurosamente cierta.  Las actas del Cabildo, las pocas de esos primeros años que no se extraviaron, dan testimonio de una sociedad aldeana, preocupada por asuntos tan rutinarios como vitales: el trastorno causado por tal o cual vecino que cercaba con tapias la vía pública y obligaba a los demás a dar largos rodeos para aprovisionarse de agua; el gorgojo que devoraba el trigo; las agresiones del fraile Francisco Romano origen de interminables discusiones en el Cabildo; las obras de la modesta iglesia para las que colaboraron los 50 soldados del fuerte resultó “un templo razonable, aunque no tiene sino tapias y madera que de lo demás y necesario carece totalmente….”

Los memoriales sobre las penurias de los protoporteños se acumularon ante el Consejo de Indias en la década de 1590.  Todos repetían un panorama similar de pobreza y privaciones.  “No hay cuatro hijos de vecinos que traigan zapatos y medias ninguno y cual camisa”, se afirmaba.  “Por faltarles el servicio natural de sus indios ellos propios por sus manos hacen sus sementeras y labores con mucho trabajo, andando vestidos de sayas y otras ropas miserables por no poder alcanzar otra cosa de que vestirse que es gran compasión”, observa el prior de los mercedarios.  Su necesidad es “en tanto extremo que el agua que gastan en sus casas la traen cargada sus mujeres e hijos y ellas propias lavan la ropa de sus maridos y van a lavarla al dicho río”.  La falta de contactos comerciales determina que “en esta ciudad no hay vino para poder decir misa, ni cera, ni aceite para alumbrar el Santísimo Sacramento, ni tafetán, ni otra seda, ni holanda, ni otro lienzo para poder hacer lo necesario para el servicio de los altares y ornato del culto divino, ni hierro y acero para el servicio de las piezas de artillería y artillería que hay en este puerto, ni hierro para las rejas de los arados y hoces para segar los trigos…”.

La lista de las cosas que faltan resulta interminable.  Sin ellas se carecía de los instrumentos básicos para la subsistencia de la civilización europea.  No se podía celebrar el culto, defenderse y atacar, sembrar y cosechar.  Todo justificaba el anhelo de los pobladores de recibir autorización para comerciar con Brasil y Guinea donde se conseguían los artículos indispensables.  Desde el primer momento se planteaba el problema de la competencia de Buenos Aires con los centros urbanos de las regiones mineras.  Sobre todo con Lima que comercializaba la plata del Potosí.

¿Con qué soñaban esos primeros porteños?  Tal vez temían y al mismo tiempo ansiaban que aparecieran piratas para romper la monotonía de sus vidas.  Apenas cuatro años después de fundada la ciudad, el corsario Juan Drake, sobrino del célebre Francis, se perdió en el río, estuvo prisionero de los charrúas, escapó a Buenos Aires y fue remitido por las autoridades locales a Santa Fe y de allí a Lima a purgar su herejía en la cárcel de la Inquisición.  Posiblemente, mientras acarreaban agua combatían a los indígenas y cultivaban sus chacras, los porteños de hace 440 años conservaban la ilusión de encontrar el Imperio del Rey Blanco.  No en vano hasta el prudente y realista Juan de Garay, apenas concretada la fundación, marchó al sur en busca del mítico Imperio.  No lo halló, pero pernoctó en la barranca de Los Lobos e inauguró sin saberlo lo que en la actualidad es el periplo obligatorio de todo porteño: Mar del Plata, el cambio de aire y la esperanza de mudar la suerte mediante el recurso fácil de la ruleta.

Referencia

(1) Mujica Láinez, Manuel – Misteriosa Buenos Aires – Ed. Sudamericana, Buenos Aires (1951).

Fuente

Buenos Aires IVº Cumplesiglos – María Sáenz Quesada, Roberto Cortes Conde y José Barcia.

Todo es Historia – Año XII, Nº 152, Enero de 1980.

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