Se iniciaba el año 1751 con renovadas depredaciones de la indiada. Ante la inacción de las autoridades para contener los desmanes, el teniente coronel del Cuerpo de Dragones Juan Francisco Basurco, pidió al Cabildo que formara una compañía de milicianos a sueldo para destinarla a la vigilancia de las fronteras. El municipio estudió la propuesta y con acuerdo del Gobernador, resolvió crear dos escuadrones de cincuenta hombres cada uno. La falta de fondos para sostenerlos y la dificultad de obtener otros recursos, demoraba la imperiosa necesidad de su establecimiento, mientras los indios, sin obtener resistencia y sin recelo de persecuciones, el 8 de abril en número de 300, entraban a saco en el pueblo de Pergamino matando al teniente Cura y varios vecinos, e incendiaban la capilla, retirándose con numerosas haciendas. Los habitantes, acobardados por el salvajismo de la indiada, e indignados contra la pasividad de las autoridades, se negaron a salir en persecución de los invasores.
El maestre de campo Juan de San Martín y el teniente coronel Basurco, al dar la grave noticia al municipio, condenaron la actitud pasiva del Gobernador Andonaegui.
Los ataques de los indios arreciaron desde entonces, hasta que en 1752 se organizaron tres escuadrones de 60 hombres cada uno, destinándolos a defender las zonas de Magdalena, Luján y Arrecifes, que eran teatro de continuas correrías. En cada uno de esos tres lugares se construyó un fortín para albergue de la tropa, pero la vigilancia quedaba a cargo de partidas volantes que exploraban continuamente los frentes.
Varios impuestos extraordinarios fueron creados para el mantenimiento de estas fuerzas, que formaban el cuerpo de “blandengues”. Félix de Azara decía en 1796, que al quedar incorporados al servicio se les pasó revista en la Plaza Mayor (hoy de Mayo) y al desfilar “blandieron” las lanzas de que estaban armados, de donde derivaba la denominación. Tomamos con reparo esta afirmación, mientras pensamos que bien podría derivar de “blandearse”, es decir, moverse de una parte hacia otra, ya que su función era batir la campaña en continuas recorridas.
Informado el Rey de las medidas tomadas para contener las invasiones, ordenó que en su lugar se establecieran poblaciones avanzadas, para imponer respeto al indio y mantener reunidos a los habitantes dispersos por la campaña, pero dejando librada la solución que más convenía, al Marqués de Valdelirios, radicado accidentalmente en Buenos Aires con motivo de la demarcación de límites con el Brasil.
Los blandengues y los impuestos extraordinarios para mantenerlos, quedaron firmes con la anuencia del Marqués y la aprobación real se hizo conocer por Real Cédula de 7 de setiembre de 1760, que autorizó los impuestos extraordinarios únicamente por el término de 6 años, y con la expresa obligación de que en cada uno de los tres lugares de asiento de las compañías, se formara un pueblo.
Abandono de la defensa
Con el establecimiento del Cuerpo de Blandengues, las depredaciones, si no se contuvieron por completo, quedaron, al menos, muy debilitadas. Pero al cabo de unos años, equivocadas medidas de gobierno, colocaron la situación como en el primer momento. En 1761, el Gobernador Pedro de Cevallos quitó al Cabildo la intendencia del Cuerpo de Blandengues, incorporó a su despacho la dirección técnica, entregando la administración económica a los Oficiales Reales. Comenzó así la ruina del Cuerpo, pues, malbaratados los fondos de la recaudación en gastos ajenos al ramo, quedaron sin satisfacer los haberes de la tropa. Sin embargo, siguió en el servicio a fuerza de promesas de pago, hasta que en 1766, cansados los soldados de esperar en vano la satisfacción de sus haberes, lo abandonaron definitivamente.
Desguarnecida la frontera volvió la indiada a asolar la campaña indefensa, ocasionando pérdidas considerables de vidas y haciendas. El Cabildo, buscando una solución del momento, pidió al nuevo Gobernador Francisco Bucareli y Ursúa la supresión de los impuestos de guerra, cuyo término expiraba según la Real Cédula de 1760. Aconsejó que para conjurar el peligro de las invasiones se trasladaran a la Banda Oriental los “pampas y serranos” que merodeaban los campos de la Provincia y que con el remanente del ramo de guerra, se establecieran dos poblaciones en el interior del territorio, en la misma tierra de los indios, emplazando sobre el río Salado, algunas guardias con tropas del ejército permanente.
Agotados los fondos de guerra en su totalidad, el mandatario no pudo acceder a la solicitud del municipio, pero en cambio, consiguió evitar que desertaran los blandengues, viéndose obligado a reducir cada compañía a un efectivo total de 30 hombres. El fin que perseguía no dio los resultados apetecidos, porque sin medios para pagarlos, desatendieron la vigilancia confiada.
En 1768, los blandengues no daban señales de vida, mientras el Cabildo buscaba desesperado una solución para salvarlos. Esta vino de parte de los hacendados, que eran los interesados en mantenerlos, decidiendo costear su sostenimiento.
Cuando entró al gobierno Juan José de Vértiz (1771-1777), las tres compañías “compuestas cada una de capitán y alférez con treinta hombres inclusos sargentos, baqueanos o guías, cabos y soldados; mandados por paisanos que las conservaban en el mayor desgreño, sin que conociesen subordinación, tuviesen disciplina, gobierno interior, vestuario, ni más armas que pequeñas desiguales lanzas, y una u otra arma de fuego de diversos calibres y figuras”.
Proyecto de fundación de poblaciones
En este crítico estado las cosas, a principios de 1769 el Monarca preguntó –como si fuera una ironía- en qué estado se hallaba el ramo de guerra y los pueblos que había ordenado formar según la Cédula de 1760. El Gobernador Vértiz –a cuyo cargo corrió la respuesta a la solicitud del Rey- después de reseñar el mal desempeño de los blandengues por el abandono en que se los tenía, aconsejó formar dos poblaciones fortificadas en las abras de la sierra del Volcán. Estos establecimientos avanzados, aparte de significar la incorporación de fértiles regiones a donde en tiempos de sequía se iban los ganados de las estancias en procura de alimentos y aguadas, podrían detener las invasiones en la entrada misma de la Sierra, pues se tenía entendido que el Volcán era paso obligado de los indios, que llegaban hasta allí “a pie y desaviados y a habilitarse y disponerse antes para la facción en aquellas campañas, desde donde también, o por noticias de otros infieles situados de esta parte, o por sus espías, observan y averiguan la ocasión más oportuna a su designio, y todo se les frustraría, contenidas las principales salidas que aún cuando haya otras, a mediana vigilancia, siempre han de ser sentidos…” Pero como no se tenían fondos para realizarlo, solicitó que los facilitara del erario real.
Apenas dio cuenta al Rey, sometió su proyecto a estudio del Cabildo, indicando los lugares de la Sierra que había elegido para hacer las fundaciones. El Ayuntamiento tomo inmediata intervención y citó a su Procurador General; pero como corrían opiniones contradictorias entre el municipio, el Gobernador, los sargentos mayores de la campaña y algunos autores anónimos, sobre cuál debía ser el sitio destinado para las poblaciones, el Procurador, poniendo las cosas en su lugar, pidió el previo reconocimiento del terreno. Su atinada observación fue cumplida de inmediato. El Cabildo, en sesión de 10 de octubre de 1772, encomendó las observaciones al piloto Pedro Pablo Pavón, mientras el Gobernador hacía lo propio nombrando a Ramón Eguía y Pedro Ruiz.
Pavón informó a su regreso que la zona del Volcán era a propósito para los establecimientos a fundarse, en tanto que Eguía y Ruiz, consideraron aventurado y peligroso ir a poblar entre los salvajes, recomendando, en cambio, algunas zonas vecinas al Salado, abundantes en pastos y aguadas permanentes.
Ambos dictámenes, como se ve, plantearon la cuestión en términos tan irreconciliables, que el Gobernador, en cuyas manos se dejó la solución, se desentendió por no poder resolverlo.
Paralizados los trámites, en setiembre de 1774 llegó una Real Cédula en la que el Rey, con acuerdo del Consejo, aprobaba la idea expuesta por Vértiz, ofreciendo los fondos de su real erario para realizarlo. Como los trámites –según se vio- habían quedado paralizados, el Alcalde Provincial Diego Mantilla y de los Ríos presentó un memorial al municipio el 20 de junio de 1775, pidiendo que se formaran tres poblaciones en los siguientes parajes: “una en el Volcán, otra en el comedio de ésta y Salinas, y la tercera en las mismas Salinas o alguno de sus parajes buenos”, de los que haría un previo reconocimiento. El Cabildo lo recibió con entusiasmo y el Gobernador interino autorizó a llevar a cabo una expedición exploradora, pero hubo que suspenderla por el estado de agresividad de la indiada. Con este último inconveniente, y a pesar de las ulteriores gestiones del Cabildo, nada se consiguió, porque el Gobernador interino negó todo apoyo.
Mientras se discutía el proyecto –solución puramente teórica- hubo necesidad de reforzar la defensa de las fronteras con milicias campesinas, pues la desatención de los blandengues permitía frecuentes incursiones de los salvajes. Los refuerzos fueron colocados en las fronteras de Areco, Conchas, Matanza y Magdalena.
Ofensiva general contra los indios
Cuando Pedro de Cevallos asumió el mando del virreinato, en 1777, ordenó al Cabildo que pusiera inmediato remedio a las invasiones de los indios estableciendo guardias en lugares estratégicos, para alcanzar una defensa eficaz. El maestre de campo Manuel Pinazo que asistió a la reunión del Cabildo del 2 de julio de 1777, en la cual había de darse satisfacción a las reclamaciones del Virrey, propuso que las guardias establecidas al norte del Salado, fueran trasladadas a la banda sur y colocadas en los siguientes lugares: la del Zanjón (Magdalena) a la laguna de los Camarones; la de Luján (Mercedes) a los manantiales de Casco, y la del Salto, a la laguna del Carpincho. Estos eran los tres fortines que ocupaban las fuerzas de blandengues. De las otras cuatro guardias mantenidas por los milicianos “a ración y sin sueldo”, debían quedar sólo dos, la de la Matanza llevándola al arroyo de Las Flores, y la de Las Conchas a la Laguna del Trigo.
Cuando Cevallos entró en Buenos Aires –después de expulsar a los portugueses de la plaza de la Colonia- reunió una junta de guerra en la ciudad, para que aconsejara medidas radicales contra los indios. Como Pinazo formaba parte de esta nueva reunión, el dictamen fue favorable a su proyecto anterior. Pero el mandatario, partidario de medidas más enérgicas y expeditivas, ordenó prepararse para llevar a cabo una ofensiva general, con un ejército de 10 o 12 mil hombres compuesto por las milicias de las provincias de Buenos Aires, Córdoba, San Luis, Mendoza y algunos de Santiago del Estero, para limpiar de indios enemigos el territorio.
Línea de fortines de 1779 establecida por Vértiz
La contestación aprobatoria al permiso solicitado al Rey para llevar a cabo la magna empresa, llegó en 1778, en momentos en que Juan José de Vértiz (1778-1784), tomaba a su cargo el mando del Virreinato. Sometido el proyecto de Cevallos a una nueva junta de guerra que integraba Pinazo, se opuso a su ejecución, arguyendo imposibilidad de levantar y mantener un ejército tan numeroso y volviendo a proponer, en su reemplazo, el traslado de las guardias al sur del río Salado.
Para obrar con verdadero acierto, Vértiz encargó al teniente coronel Francisco Betbezé, Comandante de Artillería de la Provincia, realizar un reconocimiento de los lugares que ocupaban los fortines y de las zonas señaladas para el traslado. Cumplida la tarea en compañía de varios oficiales de la campaña, el 12 de abril de 1779 presentó su informe, opinando que los fortines debían quedar donde estaban, porque había todavía mucho campo sin cultivar a su retaguardia y concluyendo con este dictamen: “Si se determinare (como lo creo importante útil y conveniente y aun necesario por ahora) subsistan las guardias de la frontera donde actualmente se hallan, o inmediaciones que dejo insinuadas, gradúo indispensable construir un reducto junto a la laguna de los Ranchos entre el Zanjón o Vitel y el Monte; regularizar la mayor parte de los fuertes, que están en disposiciones despreciables, y construir algunos a las inmediaciones indicadas de los que se hayan de mudar; de forma que los de Vitel, Monte, Luján, Salto y Rojas, sean guardias principales y residencias o cuarteles de cinco indispensables compañías de blandengues, y el proyectado en los Ranchos con los de Lobos, Navarro y Areco, sirvan de fortines con una pequeña guarnición, para estrechar las avenidas y facilitar el diario reconocimiento del campo comprendido en el cordón y su respectivo frente”.
Aceptadas por el Virrey las proposiciones de Betbezé, el 1º de junio de 1779 dio su aprobación oficial, variando sólo el traslado del Zanjón, que en lugar de establecerlo junto a la laguna de Vitel, se lo llevaría hasta la de Chascomús. Cada una de las cinco compañías de blandengues, según aquella primera resolución, constaría de 54 soldados, con la distribución y sueldo que le marcaba el reglamento expedido al efecto. Pero esta disposición no fue definitiva, porque en 1780, a raíz de una gran invasión, resolvió que la laguna de Los Ranchos fuera guarnecida también con una compañía de blandengues, formando un total de seis con 100 plazas cada una.
En 1779 comenzaron a realizarse las nuevas obras que quedaron concluidas en 1781. El cordón de fortificaciones fue el siguiente: fuerte de Chascomús, fuerte de Ranchos, fuerte de Monte, fortín de Lobos, fortín Navarro, fuerte de Luján, fortín de Areco, fuerte de Salto, fuerte de Rojas, fortín Mercedes y fortín Melincué. Los fuertes fueron ocupados por los blandengues, y los fortines por las milicias “a ración y sin sueldo”
El Virrey Vértiz nos dice en su memoria de gobierno, cuáles fueron las reformas que introdujo: “… mandé que a toda diligencia se acopiasen materiales, albañiles, y se construyesen de nuevo todos los antiguos fuertes, por no hallarse ninguno en estado de defensa, y se aumentasen los que se comprendían en la nueva planta, como se practicó por un método uniforme y sólido con buenas estacadas de Andubay, anchos y profundos fosos, rastrillo y puente levadizo, con baluartes para colocar la artillería y mayor capacidad en sus habitaciones y oficinas, en que comprende un pequeño almacén de pólvora, y otro para depósito de armas y municiones, con terreno suficiente por toda la circunferencia para depositar caballada entre el foso y estacada…”.
“En cada fuerte mandé poner una compañía de dotación compuesta de un capitán, un teniente, un alférez, un capellán, cuatro sargentos, ocho cabos, dos baqueanos, un tambor, ochenta y cinco plazas de blandengues, su total cien plazas, con uniforme propio para la fatiga del campo, armados con carabina, dos pistolas y espada, con lo que ejercitados de continuo en el fuego así a pie, como a caballo al paso, al trote y galope con subordinación, policía y gobierno interior, a cargo de un comandante sub-inspector de toda la frontera con dos ayudantes mayores colocados a la derecha, izquierda y centro de ella con una dilatada instrucción, adiciones y órdenes particulares, se ha logrado poner este cuerpo en estado respetable para algo más que indios”.
Los pueblos fronterizos
Su acción no se redujo a la simple reconstrucción de los fortines y el mejoramiento del cuerpo de blandengues. Conseguido este primer objetivo, y asegurada por este medio la total defensa de la campaña, llevó a cabo su gran obra de formar al abrigo de cada reducto una población civil, que iniciaron las familias de los soldados y aumentaron los innumerables vagabundos que infestaban los campos, y también los campesinos que ocupaban tierras en lugares apartados. Para estos últimos, hizo público un bando el 3 de octubre de 1780, ordenando que todos los pobladores que vivieran internados en el territorio, se recogieran a distancia de tiro de cañón de los fuertes, con pena de la vida para los remisos. En idéntico sentido, el 11 de marzo de 1781, hacía circular una orden general a todos los sargentos mayores de la campaña, para que continuasen conduciendo a los fuertes a todas las familias que estuviesen situadas en parajes apartados y expuestas a las invasiones. Comprendíase en esta nueva orden, a aquellos individuos que sin hallarse en esa situación de peligro, carecieran de residencia fija, como los que estaban agregados a las chacras y estancias, y principalmente los que vagaban por la campaña sin ocupación conocida, porque eran los más perjudiciales.
Para darnos una idea de la energía que desarrollaron esas disposiciones, baste saber lo que pasó. Las órdenes rápidas y severas estaban dadas para resolver cuestiones inmediatas y urgentes. Vértiz conocía la indolencia de su pueblo y sabía que sin una orden dictatorial y amenazante, sus sanas medidas socializadoras hubieran fracasado como tantas veces había sucedido, si las dejaba libradas a la buena voluntad de los habitantes. Gracias a este sentido de la realidad alcanzó a consagrar su pensamiento. El bando del 81 fue cumplido como una disposición militar. Se movilizaron las milicias en todas direcciones arrancando a los campesinos de los lugares en que estaban poblados, con tal energía, que muchos apenas tuvieron tiempo de cargar sus más indispensables útiles. Las protestas de algunos llegaron hasta la Capital pero fueron en vano. Caravanas de carretas se veían surcar la llanura en dirección a los distintos puestos de la frontera. Y ellas llevaban la nueva avanzada de la civilización que llegaba al borde mismo del desierto.
Las cifras proclamaron elocuentemente el resultado inmediato de la nueva política desplegada. El primer censo levantado en noviembre de 1781 arrojaba los siguientes resultados:
San Juan Bautista de Chascomús, 374 personas; Nuestra Señora del Pilar de los Ranchos (Gral. Paz), 235 personas; San Miguel del Monte, 345 personas; San José de Luján (Mercedes), 464 personas; San Antonio del Salto, 421 personas; San Francisco de Rojas, 325 personas y San Claudio de Areco (Carmen de Areco), 85 personas.
El censo de 1782, realizado en forma más completa, anotó también la producción de trigo. He aquí su resultado:
Chascomús, 83 vecinos, 328 personas, 1.500 fanegas (1); Ranchos, 56 vecinos, 204 personas, 350 fanegas; Monte, 49 vecinos, 236 personas, 220 fanegas; Mercedes, 80 vecinos, 442 personas, 2.050 fanegas; Rojas, 63 vecinos, 256 personas, 700 fanegas; Salto, 98 vecinos, 493 personas, 1.800 fanegas y Areco, 27 vecinos, 127 personas, 113 fanegas.
En estas estadísticas no fueron incluidos los blandengues solteros, los criados, ni los peones. Tampoco se anotaba la recolección de maíz que había sido bastante considerable.
El mayor número de vecinos lo consiguió Salto, pero las familias más numerosas se reunieron junto al fuerte de Luján (Mercedes), y a este pueblo correspondió también figurar a la cabeza en la producción de trigo, quedando reservado el último a Carmen de Areco.
A finales del siglo la población se había más que duplicado, alcanzando estas promisorias cifras de habitantes:
Chascomús, 1.000; Ranchos, 800; Monte, 750; Mercedes, 2.000; Salto, 750; Rojas, 740 y Melincué, 400.
Nacieron así, florecientes núcleos de población, produciendo beneficiosos resultados al estado político y social de la Provincia, e impulsando la agricultura y ganadería, las dos riquezas madres.
Aunque en 1780, cuando ya casi estaba terminada la construcción de los fortines, la indiada hizo una violenta irrupción en las fronteras, causando grandes estragos por los campos de Luján y Magdalena. Las invasiones cesaron desde entonces.
Nuevos proyectos y expediciones
La población de la campaña creció, tomaron incremento las labores agrícola y ganadera y los campos hasta el Salado se poblaron en su casi totalidad. Volvió a ser de actualidad el pensamiento de poblar la región de las Salinas y el Cabildo se encargó de exhumar aquel olvidado proyecto, pidiendo al Gobernador Intendente, en setiembre de 1786, que en la próxima expedición a las salinas que estaba por realizarse, fuera un piloto para reconocer los terrenos de sus inmediaciones.
No preocupaba ya el problema de cerrar el paso a los indios, que no inquietaban, sino el de poder disponer por ese medio, de un territorio más amplio, donde en tiempos de sequía se iban los ganados de las estancias buscando aguas y pasto.
El piloto Pablo Zizur comisionado por el Cabildo para realizar las observaciones, entregó a su vuelta un minucioso plano de las Salinas y un detallado diario de todos los lugares visitados.
Tampoco ese proyecto prosperó, incorporándose a la serie de los fracasados. Pero no sería el último. En enero de 1793, por iniciativa del gremio de hacendados, que consideraba imprescindible la expansión territorial para fomentar con más seguridad y mayores rendimientos la cría de ganados, volvió a ponerse de actualidad el proyecto de fundar poblaciones avanzadas. El Procurador General de la ciudad apoyó la iniciativa en extenso y meditado informe, haciendo resaltar la importancia que representaba la conquista de nuevas tierras, no sólo para aumentar la riqueza agropecuaria, sino para extender el dominio civilizador, y el Cabildo se adhirió con igual entusiasmo.
El Virrey Pedro Melo de Portugal, que gobernaba por entonces, tomó participación en el negocio, designando en 1796 al capitán de navío Félix de Azara para que en consorcio del ingeniero geógrafo Pedro Cerviño y el piloto de la Real Armada Juan Inciarte realizara un reconocimiento de toda la frontera, señalando lugares avanzados para el traslado de los fortines, que absorbidos por las poblaciones, no tenían la función originaria. Cumplida la comisión con toda puntualidad, recomendó algunos sitios de la costa sur del Salado, pero no tuvo realidad. Por último, en 1805, se proyectó fundar, sin resultado, una población avanzada en la Laguna Blanca. Pero contra la intervención negativa de las autoridades, los pobladores traspasaron el río Salado, desafiando al indio, en demanda de nuevas tierras para explotar.
Referencia
(1) Una fanega de trigo equivalía a 94 libras (43,237 kilogramos)
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Levene, Ricardo – Historia de la Provincia de Buenos Aires y formación de sus pueblos – La Plata (1949).
Marfany, Roberto – Los pueblos fronterizos en la época colonial – La Plata (1940).
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