Desperdicios fue un torero sevillano de nombre Manuel Domínguez de Campos, nació en el pueblo de Gelves (Sevilla) el 27 de febrero de 1816 y como muchos toreros de su época comenzó sus andaduras en el matadero de Sevilla siendo alumno de la Escuela de Tauromaquia. Fue el inventor del lance de capa El Farol, y un maestro con el estoque, realizando la suerte, la mayoría de veces, recibiendo.
Entre 1832 y 1835 fue sombrerero y banderillero y en 1835, actuando de media espada, tuvo enfrentamientos con Juan León, torero con el que toreó como banderillero. Este enfrentamiento perjudicó su incipiente carrera taurina, y motivó su marcha a las Américas, concretamente a Montevideo. Allá, el diestro se dedicó a todo menos a torear, vivió en una hacienda, fue ranchero, político, militar y, un negociante muy habilidoso. Según cuenta Sánchez de Neira “… fue militar… en la República de Montevideo; torero, en Río de Janeiro; guajiro, en Buenos Aires; bravo con los bravos matones de aquella tierra; mayoral de negrada; cabecilla de gente de campo contra indios feroces, e industrial traficante”, ofreciéndonos, semejante enumeración de sus oficios una idea muy clara de su temple, en tan alto grado como las hazañas taurinas que ocupan la tercera parte de su vida.
Partió desde España, en la fragata Eolo haciendo la travesía con su cuadrilla, compuesta por los picadores Luis Luque y Carlos Puerto y los peones Torrecilla, Botija y Carnero. Tuvieron cuarenta y siete días de navegación, siendo recibidos a su llegada con gran beneplácito por todas las clases de la población. Quince corridas llevaban toreadas de las veinticuatro que figuraban en los contratos, cuando a los cuatro meses de estancia en Montevideo estalló la guerra civil entre los aspirantes a la presidencia de la República, Rivera y Oribe.
Los españoles allí residentes, faltos de protección consular, fueron enrolados en las tropas, y por ello Domínguez y sus compañeros tuvieron que hacer la guerra, que terminó con la intervención de las tropas argentinas enviadas por su presidente, Juan Manuel de Rosas, a favor de Oribe.
En 1840, con motivo de la coronación de don Pedro II como emperador del Brasil, se organizaron brillantes fiestas en Río de Janeiro, y allá fue Manuel Domínguez acompañado de su cuadrilla hispanoamericana, consiguiendo dar cuatro lucidas corridas con gran aplauso y complacencia de aquella corte, que no fue avara en obsequios y agasajos para los toreros.
Había conocido Domínguez al Brig Gral. Juan Manuel de Rosas en Montevideo, y se lisonjeó de que trasladándose a Buenos Aires conseguiría de él autorización para organizar festejos taurinos. Con esa idea fija, desde Río de Janeiro se embarcó para la capital de Argentina, pasando una cruel travesía que estuvo a punto de dar fin a todas sus ilusiones. Las que había puesto en tal proyecto se disiparon bien pronto. Ni el estado social del país, ni la voluntad de Rosas eran propicios para el proyecto, y hubo de desistir de él, y, lo que fue peor: encontrarse en Buenos Aires sin recursos, extranjero y expuesto, muy especialmente en los bajos estratos sociales que tuvo que enfrentar, al insulto y a las agresiones de una plebe desbordada y un odio aun no extinguido a cuanto recordara la reciente sacudida dominación española. Este periodo de su vida fue el más dramático y colmado de aventura de toda su la existencia de Domínguez, que nos resume Velázquez y Sánchez, que por su amistad con el diestro, es informador más que autorizado:
“Avezado a fiar en sus propias fuerzas, y haciendo frente a todo género de obstáculos, Manuel aprendió a montar, echar el lazo y acosar reses como los guajiros, y forzado por la necesidad en pueblo semisalvaje, sostuvo peleas con los perdonavidas de aquellas tierras, hasta merecer la denominación de señor Manuel el Bravo, que si constituía para unos título de respeto, era para otros un motivo de jactanciosa provocación… Sirvió de mayoral de negrada en vastos ingenios, teniendo que regir cuadrillas de siervos africanos, no tan sumisos que dejen de conspirar contra el hombre que los manda y que los castiga; entraba de capataz en los saladeros de la Francesa, Seis valientes y Cambaceri, habiendo de regir con su imperiosa voluntad a centenares de insurgentes y desalmados subalternos, que no reconocían más fueros que el de la fuerza moral y física.
“Aceptaba el mando de una partida rural contra los indios, persiguiéndolos hasta en sus guaridas de Chapaleufú y en las asperezas de Sierra Ventana, y ya con algunos fondos y harto de correrías y temeridades que parecían retos a la muerte, se estableció en Buenos Aires, interesándose en el acarreo del muelle con sus carros, y en tráfico y especulaciones, que habrían producido un caudal en otro país menos afligido por la guerras intestinas y cuantas plagas esterilizan el trabajo en las sociedades condenadas al castigo de un anárquico desorden”.
El propio Domínguez dice en sus Memorias: “Estuve al servicio del general Rosas, en Buenos Aires y del mismo en la batalla de Caseros, y pudimos escaparnos unos cuantos por ser casi de noche cuando nos cogieron y no tener tiempo de fusilar o degollar a todos los prisioneros. Escapados que fuimos en la noche, pudimos incorporarnos con la gente del comandante Manuel Troncoso, donde estuve hasta que dieron cuartel a todos”.
Después de 16 años, en 1852 embarcó en la fragata Amalia, llegando al puerto de Cádiz, a los cuarenta y dos días de su salida de Montevideo. Al llegar se fue de inmediato a Sevilla, en la que se encontró como forastero en su propia patria. Ya no se le recordaba y tenía que invocar memorias de personas y sucesos para que los que fueron sus amigos le reconocieran. Vuelve con el firme propósito de retomar su vieja profesión taurina, y con tal motivo, fue a visitar a Francisco Arjona Herrera (Cúchares), en el apogeo de su fama, a su huerta de Villalón. Este le recibió con frialdad, y en un arranque de sinceridad ante sus proyectos, llegó a aconsejarle que toreara por los pueblos, lo que hirió sobremanera el amor propio de Domínguez, que se propuso escalar al puesto que creía corresponderle en el escalafón taurino sin deber ayuda alguna a los anteriormente encumbrados.
Se asoció al espada Antonio Conde, y toreó el mismo otoño de 1852 en la Plaza de Toros de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla. Su toreo había evolucionado, merced especialmente a las innovaciones y maneras de Montes y Cúchares. El toreo parado y seco de Domínguez, y especialmente su valor para recibir los toros, impresionaron al público, no acostumbrado a tan austero estilo, y pronto tuvo partidarios y se discutió con calor su manera de torear, comparándola con las alegrías, recortes y zarandajas de la escuela de Cúchares.
Toma la alternativa, en Madrid, el 10 de octubre de 1953, en donde Julián Casas El Salamanquino le cedió el toro Balleno, de don Vicente Martínez, completando la terna Cayetano Sanz y Lavi. Sus compañeros eran tres de los más prestigiosos matadores de la época. Fue un torero que, como muchos otros, no gustó al respetable madrileño, pero la valentía que arrojaba en el ruedo estaba muy bien vista por los entendidos y críticos taurinos del siglo XIX.
Su carrera se vio truncada el 1 de junio de 1857, cuando toreaba, alternando con El Tato, en la plaza de El Puerto de Santa María, Cádiz, en donde el toro Barrabás, de la ganadería de Concha y Sierra, le dio una cornada que le vació el ojo derecho. El globo ocular le quedó colgando fuera de la órbita, pero él entró por su pie a la enfermería, tapándose la cuenca del ojo con un pañuelo. Se dice, y de ahí su apodo, que al entrar a la enfermería les dijo a los doctores: “Esto no son más que desperdicios”.
Tras su convalecencia reaparece en Málaga exigiendo el mismo ganado –Concha y Sierra- y obtuvo un éxito clamoroso, a pesar de eso y a raíz de su grave accidente los contratos fueron disminuyendo, finalmente, tuerto, falto de cualidades y con movimientos cada vez mas torpes debido a su edad, continuó toreando hasta que fue sexagenario, pero siempre dio muestras de un arrojo singular. Murió en Sevilla el 6 de abril a los 70 años de edad. Esta es la versión mas aceptada de su apodo, sin embargo circula otra en la que se afirma que el apodo “Desperdicios” le sobrevino cuando estando toreando en la Escuela de Tauromaquia de Sevilla, el famoso torero rondeño Pedro Romero se fijo en él y afirmó “ese muchacho no tiene desperdicios”.
Puede considerarse también a este torero como progenitor de una dinastía taurina, pues años mas tarde, un sobrino-nieto suyo siguió sus pasos, se trata de Manuel Álvarez “Andaluz”, fallecido en Sevilla en febrero de 2000, fue el torero que mas veces alternó con Manolete después de Pepe Luis Vázquez.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Fabiani, Fernando – Manuel Domínguez Campos “Desperdicios”.
Portal www.revisionistas.com.ar
Zaldívar Ortega, Juan J. – Bernardo Gaviño Rueda – Un matador de toros septuagenario.
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