El juego del Pato que en otro tiempo fue uno de los entretenimientos de la gente de la campaña, constituía una escena que sólo podía ser representada por valientes actores, endurecidos en esa existencia aventurada y pintoresca, que se llama la vida del gaucho, expuesta a cada momento a un peligro, a los vaivenes de la miseria, y alarmada continuamente por el dominio del Señor feudal.
Estamos en la pulpería. Un espacioso rancho blanqueado, con una ramada en la puerta de comercio, se levanta en un terreno que forma un rectángulo, circundado por una línea de álamos que pudiera muy bien calificarse de empalizada natural, especie de resguardo para un momento dado, que asume más este carácter por estar rodeado por un foso roto en el frente de la casa, donde está clavada una tranquera de palos corredizos; única entrada al reducto mercantil que representa muy modestamente el puente levadizo del antiguo castillo, que allá en lejanos tiempos, se destacaba sombrío con sus negros torreones, como una amenaza encubierta, para ser guarida de algún salteador de caminos.
En uno de los costados del rancho está el palenque de los caballos, y al otro el cerco del Tambo con las duras guascas peludas, para atar vacas y terneros.
Un miserable galpón donde se guardan menudencias que sirve al mismo tiempo de gallinero, se muestra como un zaparrastroso haragán allá en el fondo.
Detrás de la casa se ven desparramados en un corto espacio los árboles de la quinta. Se puede muy bien estudiar en esa raquítica arboleda la haraganería rural, que vive a expensas de la carne que se da de balde.
Todo este conjunto se destaca en una inmensa llanura verde, salpicada a la distancia por muy raros puntos blancos, que dibujando poblaciones sobresalen en el horizonte, y el ganado que pace en distintas posiciones diseminado en el llano, revistiendo contusas formas y colores variados, abigarrados, a causa del espejismo de la distancia.
Las graciosas y ligeras ondulaciones de la pradera en algunos puntos, diseñan con la sombra la húmeda cañada, donde se cimbra la espadaña inquieta al beso de la brisa de la tarde; y acecha en silencio alguna que otra cigüeña el reptil codiciado para su sustento; se la ve allí inmóvil, como un centinela; parece que medita; o un casal de chajás que allá mas lejos, con su tranco teatral, pasean sobre el borde de la laguna, dando ejemplo de buen sentido conyugal.
Esta es la pampa civilizada o a medio civilizar, como se la quiera denominar; majestuosa, porque es solemne, recogida en sí con su silencio de misterio, con su silencio de omnipotencia divina. ¿Aquel mar inmenso de los últimos tiempos de la formación del mundo, qué secretos no guardará? ¿Qué revoluciones incógnitas y repetidas no habrán dado la razón tal vez a la teoría de Boitard, ocultando en sus entrañas tantos grandiosos cataclismos? y el hombre con vanidad pueril todo lo quiere saber y reducir a problemas matemáticos sus teorías y afirmaciones científicas, olvidando ese miserable átomo imperceptible de los grandes mundos, que no alcanzando su débil inteligencia a comprender a Dios, su saber es bien limitado, porque esa grandeza infinita es todo, desde el infusorio al que no alcanza el microscopio, hasta el globo inconmensurable que gira en el espacio suspendido por leyes eternas e inalterables.
Hermosa es la tarde de otoño; el paisaje no tiene bosques, montañas ni ríos; una alfombra de esmeralda y un cielo diáfano espléndido, será el fondo mas adecuado para el cuadro donde es necesario pintar doscientos jinetes argentinos en las posturas más arrogantes y vigorosas, divididos en grupos pintorescos, con resaltantes colores y briosos movimientos de una poesía épica homeriana.
Los paisanos están desmontados, arreglando unos sus monturas, otros en actitud de espera, teniendo todos de las riendas a sus caballos, se han convidado a jugar el Juego del Pato y esperan la señal de la lucha divididos en dos bandos; los azules y colorados van a ser actores en una fiesta de la fuerza bruta, de la destreza, y del valor, que al fin produce lamentables incidentes y un baile, como parodiando los contrastes de los cuadros de la vida con el mas resonante colorido.
Vamos pues a presenciar este juego de antaño en que nuestros padres echaban el resto; esos nuestros padres que siendo tan poquitos, hicieron cosas tan grandes; pigmeos legendarios de una epopeya de gigantes, que lanzaron con audacia a la posteridad esta estrofa:
Si la grandeza militar se estima
Por lo que de ella al porvenir le toca
Cabe bien Austerlitz dentro la boca
De algún cañón de Ayacucho o Lima.
Se ve que es un día de fiesta por el tropel de gente amontonada en bulliciosa algazara al frente de la Pulpería, que ha estrenado banderita nueva. ¡Ya lo creo que vale la pena! es día de ganga para el pulpero, y va a sacar el vientre de mal año.
El lujo del día santo es resaltante; pingos y jinetes están ataviados con las mejores pilchas que salen a relucir en el día dominguero; el platerío es ruidoso y espléndidamente relumbrante a dejarlo a uno ciego, aquello mirado a cierta distancia bañado por el sol, parece un relampagueo continuo en multitud de piezas de armadura.
Pretales de maya riograndense, con corazones, medias lunas, estrellas, iniciales y que se yo cuántas cosas mas: cabezadas articuladas con piezas sólidas, bordadas, llevando el lema del dueño; espuelas de sesenta y cinco onzas, especie de grillos lujosos, centelleantes; riendas con virolas labradas y trenzados exquisitos, boleadoras de marfil encadenadas en los extremos; con pasadores de oro relucientes; rebenques con cabos cincelados llenos de flores desconocidas; testeras de plumas coloradas o azules según el bando, con cintas colgantes a los extremos; sobrepuestos bordados por cariñosas manos con dibujos primitivos, acomodados debajo de una sobrecincha del mismo sistema y sobre un cojinillo tucumano crinado; caronas y cinchas riograndenses o floreadas por la talabartería argentina, adornadas de charol y tafilete colorado; estribos macizos de formación antigua, metidas las correas en tubos con relieves floreados; en fin, aquello es un lujo desmedido que hace contraste alguna vez con el apero cantor que lleva un joven pobre, que solo manifiesta su pobreza en su montura; porque él es rico en fuerza, valor, y hermosura.
¿Y que diremos de los jinetes? que indudablemente tienen que estar en relación con los bellos arreos y sus fogosos pingos; son hombres casi todos robustos; la tez bronceada por el sol de la fatiga, altos de estatura, esbeltos, elegantes, con la mirada del águila; el pelo largo cayendo a los costados de la cara; fisonomía correcta en su tipo original; anchas espaldas cubiertas por la chaqueta de paño azul de botones dorados o de ormilla, o la camiseta de elegantes pliegues ajustada a la delgada cintura por la ancha faja pampa que da mil vueltas a su alrededor, cubierta por el ancho tirador de cuero primorosamente bordado de seda con figuras incorrectas, matizado en ciertos claros con un enjambre de monedas de oro y de plata, que semejan las escamas de una antigua cota de malla, cerrado por delante con las grandes placas de artísticos gustos distintos, de donde arrancan los eslabones unidos a las monedas que enganchan a los ojales; estos medallones forman alguna vez una figura alegórica, bien grotesca; el sombrero negro bajo y de ala corta, o de paja, cubre con donaire la cabeza adornada por la espesa cabellera inculta; el chiripá suelto, de paño azul, punzó, de espumilla bordado, o de vicuña, ostentando sus graciosos y caprichosos pliegues, dejando por las aberturas ver el calzoncillo azulado y primorosamente cribado con el fleco que cae sobre la bien sobada bota de potro con delantal o fuerte, de pequeña forma; las dagas, los puñales y los facones relucen cruzados oblicuamente en la parte de atrás de los esbeltos talles que se arquean de cuando en cuando con esa elasticidad de músculos flexibles.
Este es el traje nacional, nacido y creado en la tierra argentina; mas pintoresco que el árabe y el húngaro; este es el traje nacional que debemos conservar, como todas las naciones civilizadas de la Europa conservan el suyo, y lo conservarán, mientras se eleve en el hogar de un pueblo el pritáneo del amor a la tierra en que nacieron; y tan se comprende esta necesidad en los altos poderes, que vemos a los príncipes y los reyes, abandonar el cetro en ciertas épocas y revestir el uniforme del pueblo para halagar su sentimiento nacional e identificarse en la acción con la gran masa popular.
En ese tumulto de paisanos paquetones se reparten en mil gustos variados las diferentes piezas del vestido, tomando cada uno los colores más bizarros y resaltantes; sucediendo lo mismo con los arreos.
Los jugadores ya han montado a caballo; los valientes brutos de crin cortada y músculos de fierro, avezados al trabajo y a la fatiga, piafan impacientes; se agitan nerviosos, castigando con la espesa y bien peinada cola los importunos insectos; relinchan lanzando continuados resoplidos, husmeando con alegría la tropilla; escarban impacientes el suelo, haciendo sonar la coscoja del freno de grandes copas de plata; y un borbotón de espuma inunda su boca; su impaciencia es notoria y su sangre ardiente los impulsa al combate; parece que hubieran recibido de sus amos ese fuego que solo arde en los grandes pueblos, y que en un secreto idioma se comunica inconsciente.
Los grupos se dividen por una estrecha calle; el pulpero sale entonces, avanza hasta la cabeza de las dos fracciones, y a los cuatro robustos gauchos elegidos por los dos bandos para cinchar el pato, les entrega el palmípedo guardado perfectamente en un retobo de cuero con cuatro largas manijas (1), que son tomadas al momento por los campeones designados.
En este momento un profundo silencio envuelve la escena; ese actor obligado, que impera con un dominio solemne, al principio de todo acto en que el hombre tiene que presentar una situación extraordinaria.
Los cuatro paisanos han tomado fuertemente con sus callosas manos las manijas del pato, y las aseguran bien, de manera que sufra lo menos posible la mano; enseguida colocan los enseñados pingos de modo de tirar en sentido contrario al adversario; suspendiendo en el aire el pato por los cuatro radios que forman las agarraderas. Los dos jugadores que están a la derecha cargan el cuerpo sobre el estribo de este costado, soslayando un poco en la misma dirección sus caballos; haciendo otro tanto en sentido opuesto los del otro bando.
En este momento, los grupos de ambos contendientes se aproximan a los que tienen el pato, como una reserva poderosa que acudirá en el momento del desaliento, a restablecer la energía de la acción.
Ya todo listo se oye la señal, y una gritería infernal anuncia que comienza la salvaje cinchada, no a pie firme, sino a la carrera, amacándose nerviosos los soberbios corceles, y sacudiendo alguna vez al dueño que siempre puja en sentido contrario. Los jinetes que quieren unir la maña a la fuerza acortan de repente la distancia y enseguida arrancan el tirón de golpe con astutos y bárbaros esfuerzos. Así van luchando cual si se tratara de un combate real y verdadero, en el que con un encarnizamiento indescriptible se pugnara por arrancar al enemigo un trofeo.
Terrible es la lucha en este instante; porque los caballos en confuso tropel, se juntan, se separan dando tirones hercúleos y pechadas bestiales, que muchas veces hacen perder el equilibrio a su dueño; pero nada; vuelven a recuperar su posición perdida; mas al fin llega el término del esfuerzo; uno no puede sostener mas su actitud de fuerza; suelta la manija y queda envuelto en el torbellino de los gritos y las burlas. Dos de los contrarios aprovechan entonces la oportunidad, y por un movimiento violento y unánime, tratan de arrancar el trofeo poniendo en juego con presteza su doble esfuerzo; pero rápido otro jinete toma la suelta manija, y vuelve a restablecer la tirante situación. Un grupo contrario, acude y entrando a toda furia en el centro de los que luchan arranca uno el pato cogoteando (2) al que lo lleva, y sacándolo como pajarito de la montura, lo arroja al suelo, medio parado, entre una sarracina infernal, y se lanza en una carrera vertiginosa llevando en alto el pato, como si fuera una enseña romana conquistada por un parto, perseguido rudamente por la bárbara multitud, seguida por un vocerío desafinado.
El triunfo lo estimula, y aprovecha el buen caballo que lo lanza adelante haciendo sangrar sus hijares con las aceradas espuelas.
Enarbolada en el musculoso brazo, conduce la codiciada presa entre los alaridos de la victoria; mas cambia muy pronto la escena; el triunfo es efímero; guardar la presa es imposible; el grupo contrario está ya sobre él; arremeten como locos con toda la fuerza de sus caballos; esa masa que se le viene encima semeja algo como un pólipo monstruoso rodando con vértigos, un huracán de bárbaros. Principia en ese momento una lucha tan confusa, envuelta en una masa de polvo y el rumor del suelo pisoteado, que es imposible describirla. Al vencedor acuden sus parciales para dar tiempo a que se escape, estorbando la acción de los contrarios; lo rodean, lo amparan y se vuelve el juego en ese momento un entrevero espantoso en el que luchando desesperadamente siguen todos impulsados por un soplo ardiente: el soplo del corazón argentino.
Se apeñuscan, se revuelven entre si, se extienden, se encojen, saltan, se arrastran, tropiezan, se levantan, caen otra vez siempre asidos de las ropas los jinetes, entre alaridos espléndidos; los encontrones son terribles, las rodadas espantosas, las dan con todo el impulso del caballo que doblando el pescuezo da una vuelta completa, no cae uno, sino diez, veinte, magullados con los miembros rotos; allí no se puede salir parado; porque al caer se estorban unos a los otros; aquello parece un ciclón humano que corre eléctrico arrasando todo lo que se le pone por delante, y conmoviendo el espacio con sus ecos salvajes; quien ve aquella inmensa masa oscura tomar proporciones gigantescas al aproximarse, como un inmenso pánico, no puede menos que estremecerse al contacto del peligro, aumentado por la imaginación que vertiginosa sigue la avalancha de jinetes desesperados. Los que quedan en pie siguen adelante, pasando sobre los que han caído, oprimidos, agarrados unos a los otros, rompiéndose el vestido, jineteando como bárbaros, lanzándose sarcasmos oportunos, que matizan la escena con un tinte original.
Y así va el juego cada vez más lindo. Tres gauchos montados en buenos caballos han alcanzado ya al vencedor, este inclinado hacia adelante castiga rápidamente a su caballo; en vano; está perdido; ya están sobre él; no hay escapatoria; entonces dirigiendo la vista a un costado grita a un compañero que corre por ese lado:
“Ché agarra el Pato”, y se lo arroja con presteza.
El otro lo abaraja en el aire y trata de escapar a lo que da el pingo, mientras sus parciales siguen defendiéndolo con el mismo empeño heroico del principio. Pero desgraciadamente el vencedor rueda y se rompe la crisma, y sobre él caen varios formando una bola como las que hacen las víboras en la época del celo.
Aprovecha este momento un paisano del partido contrario; con una destreza admirable se toma de la crin de su corcel a la carrera, y apoyando la pierna izquierda sobre el recado se inclina al suelo como algo que de súbito cae; recoge el trofeo, se endereza con gimnástico vigor, y sale airoso adelante, dejando el borbotón hirviendo de los jugadores que empiezan ya a sentir un poco fatigados sus caballos; pero también nuestro héroe del momento es alcanzado, le toma un contrario el pato de una manija, y empieza a la carrera con los caballos jadeantes, sudorosos, temblando, desfallecidos, con los hijares hundidos, casi aplastados, la lucha del principio. La tenacidad y el vigor de la batalla se mantiene aún en el confuso grupo enardecido que todavía queda de los dos bandos; fragmento que subsiste de aquellos hermosos escuadrones del principio, que sin desmayar combatirá hasta el último aliento de sus caballos.
En este momento el que tomó el pato del suelo, que es un paisano fuerte como Anteo, hace un esfuerzo supremo y dando un tirón sobrehumano que casi disloca el brazo al contendor, arranca el trofeo prendiendo espuelas al caballo; y afirmando el rebenque en la verija, se lanza a todo lo que da el noble animal a la próxima estancia que risueña se ve elevarse allí, adornado el patio de la casa con numeroso auditorio, de rollizas damas campesinas, platudos estancieros de las cercanías que admiran con ansiedad el espléndido desenlace.
Se aproxima el vencedor a la tranquera con el caballo jadeante, aplastado, sin fuerzas, entre los ladridos de los perros, que se avalanzan toreando como condenados, y tira el pato gritando al mismo tiempo con toda la fuerza de sus pulmones:
“¡Ahí tienen el Pato! ¡Venga el baile!” y el caballo reventado por el último esfuerzo, se detiene temblando, dobla las piernas, mira con ansiedad la pradera y cae muerto de fatiga, como debió sucumbir el chasque de Maratón, después de haber cumplido su heroico propósito.
Un momento después arriban los compañeros del juego en procesión prolongada, a la desbandada, como dispersos de una derrota, mohínos y desechos, los pobres corceles con los hijares ensangrentados ¡Qué poquitos quedan! apenas la mitad, los demás han quedado en el campo del honor, unos a pie, algunos con piernas y brazos dislocados, y tal vez un muerto que haga llorar a la que le bordó el tirador o el sobrepuesto, en vida, y lo despidió tan alegre algunas horas antes poniéndole en el ojal de la chaqueta la cinta de su bando.
Cuando el brioso general de caballería de Federico II, el inmortal Seidlitz, anunciaba maniobrar militares, las madres, las esposas y las amantes ponían a cada santo una vela, previendo los destrozos de tan peligrosos ejercicios; pero es preciso recordar que de esa escuela en que se fracturaban uno que otro brazo, nació la renombrada caballería prusiana que asombró al mundo con sus victorias.
Referencias
(1) También los había de dos manijas.
(2) Cogotear, es un acto de la lucha de dos fuertes jinetes que consiste en pasar el brazo sobre la parte anterior del cuello, arrancarlo de la montura y arrojarlo al suelo.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Garmendia, José Ignacio – La cartera de un soldado, bocetos sobre la marcha – Buenos Aires (1889).
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• El Pato (triunfo) por Alberto Merlo
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