El fogón del soldado

Fogón en campaña

Del mismo modo que el metal en fusión al enfriarse toma las formas del caprichoso molde, muchas veces el sentimiento adaptándose a las circunstancias, se expande o se agita violento a impulsos de un soplo extraño.  La época en que se vive es el reflejo de las diversas situaciones; su influencia magnética domina al fin, toma variadas formas, según las vicisitudes que nos sorprende en la azarosa existencia; entonces tal vez rodeado por la melancolía del campo de batalla, se identifica con aquel silencio de cementerio que deja oír bien distintamente el golpear repetido de un corazón conmovido.  ¡Triste reloj de los presentimientos! que expuesto a los vaivenes de la vida, va marcando lentamente las malas horas, como la víctima expiatoria que cuenta minuto por minuto el tiempo que le falta para el sacrificio.

A pesar de la alegría atolondrada y bullanguera del soldado, que se trasluce exteriormente en ciertos momentos, late suspirando en su rudo pecho la nostalgia íntima del hogar; esa enfermedad tan triste del alma que paraliza una a una las fibras más robustas.  Recóndita a toda mirada profana, a impulso del sufrimiento, cuando en lejanas tierras vive entre la miseria y la esclavitud, se identifica, con su situación, la que apenas alguna vez se vislumbra entre el bullicio del vivac, y el aturdimiento que pugna por extinguir aquel pesar tranquilo, irradiando en su espíritu como una visión vaporosa, los santos recuerdos de la patria.

De la patria se aman hasta las torturas del alma…. Ah! si, se bendicen muchas veces los amargos desencantos.

El esfuerzo supremo del carácter militar que apaga los destellos de ese sentimiento continuo; de ese sentimiento producido por las penurias de una vida miserable y la cadena de la obediencia pasiva, da al soldado esa dureza insensible que hace mirar como un rasgo de debilidad la conmiseración, la piedad, las lágrimas que se derraman, aún, por una muerte heroica.  Es necesario estar firme, tieso, inexorable, como petrificado ante las supremas angustias.  Ha caído un camarada, que otro lo reemplace; nada más; lacónica y amarga es la oración fúnebre; es lo bastante; no hay que perder tiempo en lamentaciones inútiles.

En aquella frase breve, dura, helada, y concisa, está la virtud ignorada; tras de esa afectación repugnante, el corazón sangra; la sensibilidad exquisita que ve en la desgracia ajena, su propia desventura, se desarrolla sorda, íntima, oculta a la mirada, cual si temiera a luz del día robar al valor, y a la entereza un destello de su aureola.  Sin embargo aquella barbarie impasible es una máscara; el soldado tiene el corazón de un niño, sensible, compasivo, generoso y abnegado, todo lo sacrifica a todo, todo lo sufre; héroe ignorado casi siempre, cuando más aspira, busca el reconocimiento de sus conciudadanos, o el aplauso de la fama; sabiendo de antemano, que la negra ingratitud será el único galardón de sus proezas; única recompensa para una vida de felicidad sacrificada en el infortunio a la patria, que no habrá reconocimiento por mas grande que sea, que pueda devolver sanos y vigorosos sus miembros mutilados, esos miembros carcomidos que le dan un aspecto que rechaza, que hacen que se arrastre como un leproso infectando con el hedor de las viejas heridas abiertas; inspirando horror y asco los destrozos de su cuerpo que alejan la compasión por la repugnancia que inspiran.  El; aquel bizarro soldado en la batalla; aquel joven hermoso de esbeltas y robustas formas a quien sonreía un porvenir dichoso en su tranquilo hogar.

Tiene razón Alfredo de Vigny cuando dice: “No conozco nada mas grande que el corazón del soldado”.

Generalmente después de la retreta, los soldados rodean los fogones, especie de club donde rinden homenaje a las necesidades de su mísera existencia.  Aquel grupo de negras sombras de cuyo centro, como un fuego fatuo irradia un resplandor raquítico, es el remedo sarcástico de la confortable chimenea, en cuyo abrigo no se piensa en el penar supremo.

Entretenidos en una conversación animada y silenciosa, pasan allí el tiempo de respiro que les deja la ley militar; fuman muy conformes su mal cigarro; cuando la fortuna les sonríe, empinan la “limeta”, haciendo gorgoritos en sus gargantas de salamandra; el jarro de lata incrustado de oscuras abolladuras con su torcida bombilla del mismo metal, repleto de una yerba antagónica al paladar, va y viene sin cesar, incansable, sempiterno; especie de tonel de Danao que no es un tormento mitológico, sino una necesidad rural.

Aquel mate que se absorbe inconciente embebido uno en los espirales de la llama macilenta del fogón, es algo misterioso, que como el humo del cigarro hace filosofía interna.

El mate corre de mano en mano; la conversación continúa, ya sostenida por un pueblero, especie de rapsoda de mamarrachos, que con una locuacidad de charlatán sempiterno, narra un cuento de un rey que tenia siete hijas y de un encantador fantástico que transformó a un gigante en potrillo, o por uno de esos paisanos carne de metralla, que refiere en hablar mesurado y altivo sus antiguas aventuras, que surgen pavorosas del desierto y de la sombra.

En ese caso es un poema heroico; pero sin brillo que de cuando en cuando hace oír el rugido del tigre en el pajonal.

Aquellos rasgos de valor estupendo en que se juega la vida con el más pródigo desprecio, son narrados en ese estilo monótono y perspicaz, que es peculiar al hombre de nuestros campos; esa serenidad admira; porque es sincera, e interesa el estilo original de la narración, salpicado con hipérboles de la vida práctica de los campos.

Lo que ellos llaman una desgracia, por lo general, extienden su velo sombrío sobre ese percance; el homicidio legal ha sido ejecutado con mano maestra, no a vil traición; en un duelo de bravíos no matan los cobardes; enseguida, en el primer momento la partida fue burlada, y si el parejero se aplastó al fin el pobrecito, el brazo hercúleo dirigido por un corazón esforzado dio cuenta de ella.  En ese drama alguna vez, suele figurar una mujer, protagonista de absoluta necesidad, con sus encantos, con sus tristezas, con su abnegación tenaz; abarca, absorbe, ilumina aquella aventura númida; si fue desleal, hay un charco de sangre de por medio, si consecuente personifica una felicidad lejana, un  recuerdo santo persistente que se vislumbra a toda hora entre el humo del cañón.

Mientras que el narrador habla, todos escuchan con atención marcada.  El sonido de la guitarra que se afina, viene a interrumpir de cuando en cuando ese silencio de secretos que se recuerdan, ese silencio panorámico del alma, que da vida y color a las imágenes distantes.

El instrumento del bardo argentino ha tañido en melancólico tono; a su presión eléctrica cuando es agitado por los cantos de la pampa, se sienten conmovidos estos guerreros.  Esos hombres de fierro que han desafiado la muerte en los combates o en sus peligrosas aventuras, se estremecen como la espadaña de la cañada al sentir el soplo de la patria; tienen razón; aquellos ecos nacionales son mas tristes que el bronce de los muertos; lejos del hogar, es el ay! íntimo de una amargura que largo tiempo comprimida, se desborda voraz, y como el torrente, rompe la valla que la oprime y todo lo inunda; si, lo inunda con la pena.

Veamos más de cerca, el hogar del soldado.  Algunos trozos de leña sudando resina, chisporrotean sobre una capa espesa de ceniza, arrojando una llama pálida que oscilante lame a intervalos una pava ennegrecida por el largo tiempo de servicio; está rezongando sola, suspendida en el cubo de una vieja bayoneta paraguaya, torcida, probablemente por un balazo.

Algunos soldados rodean el fogón en actitud de momias peruanas, inclinados hacia adelante, fija la mirada entristecida y soñolienta en la inquieta llama que refleja un rojo vacilante en esos rostros viriles, de un vigor tan pronunciado, que hacen sospechar a Marte enardecido.

La tertulia está completa; diversos tipos abrillantan aquella hermosa escena; uno medio vejancón, de mirada encapotada, nariz aguileña sableada de arriba a abajo, bigote punzante, especie de lobo de tierra, está sentado sobre un tronco de palma, y perezosamente arma un cigarro con la distracción de un hombre que piensa en otra cosa; a otro algo grueso, de tipo bonachón con aires estrafalarios de estanciero rico, le sirve de lujoso asiento una cabeza de vaca, e inclinado hacia el suelo, maquinalmente dibuja con el dedo grasiento la marca de los animalitos que tuvo.  ¡Pobre!  Se le murieron en la epidemia de la ausencia; otro revestido de fuertes nervios con una mirada serena y penetrante, calmoso y grave en el hablar, está acomodado sobre un proyectil enemigo, y con el énfasis de un lenguaraz indio, narra un rasgo de su vida, un episodio de puñaladas, y al hacer la pintura del lance, se echa el kepí a la nuca; quiebra el cuerpo, se encoje cargando el abdomen sobre la pierna, derecha, se hace culebra, revuelve la mano hacia abajo, amaga con astucia, lanzando la mirada al punto donde no va a herir, y de repente extiende rápido y feroz el brazo hercúleo contraído por el esfuerzo, dirigido con ese impulso muscular que atraviesa las entrañas, y ejecuta el movimiento homicida con la destreza del hombre acostumbrado a esos lances.

A medida que habla se anima, y en esa elocuencia sin arte y sencilla, se siente el coraje, se siente la herida, la sangre que chorrea de ese duelo sin piedad, y por fin la muerte de los bravos, con el brazo airado hasta el último suspiro.

En esos duelos argentinos nadie retrocede; pie a pie se sacuden de lo lindo.

Esa esgrima sin saltos, sin piruetas, sin actas, sin fanfarronada, sin el chantaje de la cobardía, es positiva, es mortal, salvaje y heroica al mismo tiempo; es la lucha de dos leones embravecidos que se despedazan con furor, para morir sin sentir la vida, sin degradar la majestad del valor que Dios lo puso en el corazón del hombre como una pira que alimenta las más grandes acciones.

El que ceba el mate tiene cara de recluta; porque las situaciones militares dan aspectos altivos o humildes, según la jerarquía, según el hombre; joven macizo, de cara candida, mofletuda, y sin lavar, salpicada de ceniza por las sopladas del fuego; destacando de relieve en su rojiza tez dos grandes ojos negros, medios cubiertos de sueño, el bozo apenas naciente está ribeteado de sudor, la nariz encorvada hacia arriba le da un aspecto infantil de muchacho grande inocente, está en cuclillas; los calzoncillos se traslucen por el pantalón agujereado en las rodillas, que aprisiona con crueldad unas piernas de atleta; su camisa entreabierta deja ver un escapulario ennegrecido con el frote de su pecho ciclópeo; amuleto sagrado que su anciana madre puso en su cuello al abrazarlo llorando en la triste despedida.  Atento, con una mirada de pensamientos lejanos espía el murmullo de la pava, con el mate en una mano y una galleta ataraceada en la otra.

El guitarrero es un mocetón taimado, de kepí sobre los ojos, aro en la oreja y barbijo cribado en la nuca; orgulloso con su ciencia deja vagar un tinte de vanidad sobre su enérgica faz; su bello continente hace sospechar que allá en su pago fuera trampa de mujeres; en su vestir se trasluce cierta coquetería que aún en los campamentos se encuentra; su chaquetilla entreabierta deja ver una vieja camisa bordada, donde campea un corazón traspasado por una flecha, una ancla y un cupido sin nariz; no todas las bordadoras saben dibujar; la fina voluntad vale el obsequio.  Está cruzado de piernas sobre un poncho pampa; tiene la guitarra en actitud de espera, las clavijas se confunden en una cabellera de cintas de todos colores; descoloridas como los desencantos; son recuerdos de amor….. (A que recordar, …. esa prenda que era hembra entre las hembras; su faz rolliza sonrosada por la luz amortiguada de un sol naciente de una mañanita de estío, tomaba el aspecto de ligero enojo; arremangada la pollera desataba renegando los terneros del palenque del tambo.  A que recordar, aquellas entrevistas hipócritas que en la tarde desfalleciente, tenían lugar por el fondo del potrero de la quinta, cuando ella iba a recoger los choclos para el puchero de la cena y después la pobrecita que bien hacía su papel de santa.  ¡Quien la viera! volver a las casas con el aire de inocente que le había prestado el diablo.  Pensar en ella da ganas de desertar) solo que le pidan canta; él no canta sin pedido; no es barratillo de nadie y su fama no la ha conquistado en Peringundines

El cebador de mate atiza de cuando en cuando el fuego, y lo alimenta con charamusca que tiene a la mano, continuando impasible en la tarea que voluntariamente se ha impuesto, de alargar, pasar, y recibir el mate, cuidando al mismo tiempo que no se haga agua.  Entretanto el guitarrero parece que medita; su atezada tez va tomando un tinte de melancolía muy pronunciada, y la chispeante luz de sus ojos brilla en un relámpago escapado de su alma; la elucubración de sus recuerdos se agita en su profundo recogimiento.  Al verlo en esta actitud interesante, uno de los soldados que hasta ese momento ha pasado desapercibido, porque está echado de bruces y solo asoma con sorna, como un sátiro picaresco, su cerduda cabeza en esa rueda de piernas que circunda la llama bienhechora; tipo indiano muy pronunciado, de pómulos salientes, acribillado de viruela, especie de “bañao” en tiempo de seca; vividor de buena ley; haragán ya por demás; como hombre de campo, rumbiador de día; como domador, solo monta redomones “galopaos”, fandanguero sin descanso de chotis con soltada (1); pegador logrero, astuto, sarcástico y siempre dispuesto al chupe y al orejeo; aprovechador de los entusiasmos ajenos para abarajarse los cimarrones, e imantar los cigarros de los camaradas, este milico, decía, al fin exclama con aire zumbón, sacando la daga para escarbarse los dientes:

“Cantá jilguero que aurita nomás tocan al duerme”

Las cuerdas vibran, y una armonía ingenua se exhala de las entrañas de la guitarra, nueva arpa eólica que la brisa del pesar le arranca un lamento, gemido salvaje, vibrante de una emoción desconocida.  La actitud del cantor y el tono de su instrumento se identifican; un ay! prolongado se desprende de su garganta y se pierde lentamente en el  espacio; especie de grito de desesperación suavizado por la armonía; en ese canto no hay arte; pero hay angustia, es el eco de la desventura que por la primera vez conmovió las selvas con su clamor, es salvaje y tierno al mismo tiempo; ata las fibras del corazón en las cuerdas de la guitarra, y lo sacude sin compasión, y allí preso en la armonía palpita a compás; canta un amor desgraciado en su desdicha infinita, el recuerdo punzante de la mujer querida se agiganta en su imaginación de fuego, y a medida que pasan ante sus ojos las ilusiones perdidas, su inspiración aumenta y su mímica exterior se perfecciona movida por el calor de su alma.  La luz de su mirada altiva ha languidecido, irradia una expresión de pena que vaga en su tostada faz medio cobriza por la luz del fogón.

El silencio imponente que absorbe su canto le da alientos; ni un vago rumor; todo ha enmudecido en su contorno; y cuando va a cantar la endecha que más le duele, que encierra con más sentimiento su eterno afán, un sonido importuno interrumpe su armónica meditación; la corneta en un alarido prolongado anuncia el silencio.  Aquel toque acompañado por los aullidos de los perros del campamento es más conmovedor que el silencio lúgubre de los muertos.  Apenas concluida la última nota, una voz brusca, ronca, voz de batalla, voz de sargento, grita con imperio:

“¡Apaguen ese fogón!”

Como por encanto se oye un murmullo seco y una nube de humo se eleva del hogar; cráter del sentimiento extinguido por la ley militar.

Ese miserable fogón, apagado con los restos del agua de la pava, hace un momento era un volcán donde irrumpían las pasiones mas profundas; donde se movían con un sacudimiento convulso santos recuerdos tan lejanos, y agitarse sentían como un sueño de hadas las delicias del hogar, la vida vagamunda de los campos, sin cadenas, sin señor, libre, sin ley majestuosa.

Todos se levantan en silencio; aquellas sombras se deslizan como fantasmas, en la negra noche de su infortunio. Se sienten esclavos, aguijoneados entonces por el deseo de desertar.

El cantor destempla la guitarra sin decir una palabra, sin refunfuñar un arranque, sin prorrumpir en una maldición contra quien le quita la libertad de sus pesares, se dirige a su duro lecho siempre taimado, sin derramar una lágrima sobre la tumba de sus recuerdos, talvez a ahogar su muda desesperación en el alcohol.

Y aún después del canto, aquellos que le han escuchado sienten la repercusión del último eco en el abismo de su pecho, entonces es que se creen desgraciados!  infelices! han oído cantar la patria. . .

¡Ah, la patria está distante!

El arte puede interpretar a medias los sentimientos y las pasiones tempestuosas de la vida, pero ese quejido que irrumpe del corazón bajo el peso de una inmensa aflicción, verdadero acento de una pasión infausta, aunque sea rudo y agreste como el canto de ciertos pájaros en el desierto, no tiene parangón en nuestra sociedad civilizada; porque ésta vive libre, y no arrastra el hierro maldito del gaucho de nuestros campos.

Este es el canto de la pampa, su origen es indígena, nació de un pueblo esclavo que lloraba su cadena en una noche de amor; el gitano andaluz le prestó la guitarra y aquella combinación sentimental ha sido trasmitida de generación en generación, hasta el hogar del soldado.

Estos lamentos del desierto son completamente originales, no han sido robados a ninguna comarca de la tierra, son patrimonio del gaucho amante, tierno homenaje que rinde a la mujer querida en su delirio salvaje, a la libertad de su patria, o a una cruz escondida en el pajonal de la llanura, y solo conocemos su grandeza y su patriotismo cuando en tierra extranjera escuchamos su tono lastimero.

Aquel grupo oscuro e ignorado que absorbe toda mi atención me ha conmovido.

Representa al pueblo heroico, a esos bravos soldados tan bizarros; a ellos que se les debe la grandeza de la nación argentina!  Infelices!  Lo ignoran, no saben sino soportar con constancia los punzantes momentos de la vida, y entregar su existencia a la abnegación y al sacrificio; ¿para qué más?

A ellos que nos han dado independencia y un renombre histórico proclamado en la alta cima de los Andes, como para que el mundo lo oiga bien, glorias en guerras extranjeras donde hicieron flamear ileso el pabellón confiado a su custodia.  A ellos que han demarcado fronteras, fundando todos las pueblos argentinos en el sangriento y cruel avance hacia el desierto, que han garantido la paz del progreso sosteniendo un futuro de grandeza desconocida en Sudamérica, que han vivido eternamente condenados a una muerte segura, ya en los hielos de la montaña o en las fiebres de los trópicos; y sin embargo estos hombres que son todo, nunca han pedido nada a la nación y ésta nada les ha dado ni aún una columna de piedra que muestre al mundo su propia gloria. (2)

En sus rostros tostados por el sol de las batallas y miserias hay algo que infunde respeto; en esa mirada altiva y noble se ve brillar el fuego sagrado del valor militar que no cede la derecha a nadie y no reconoce más cadena que el juramento a la bandera, ni más poder que el de Dios a quien sólo rinden sus armas.

Aún no se ha escrito la historia íntima del soldado argentino, porque nunca nos hemos elevado a su grandeza.  Somos tan pequeños y tan vanos que descuidamos esa página brillante que ha de dar estímulo a las generaciones venideras.

El bullicio del campamento hace olvidar las privaciones; el cansancio de la marcha convida al sueño; el entusiasmo de la batalla borra la sangre derramada; pero cuando se contempla con pavor que el cólera despedaza un ejército en el corto radio de un terreno insalubre, al rayo de un sol canicular, sin los auxilios de la ciencia, que se apercibe caer las víctimas como fulminadas por un poder invisible, que no bien se apaga el último gemido de la muerte que ya da comienzo al primero de una nueva agonía; cuando se contempla con horror que se entierran los muertos sin descanso, de un día, dos días, de semanas, meses, y que los que sobreviven pugnan valientes en esta batalla de la tumba, sin desmayar un solo momento, ostentando las más grandes virtudes militares, y sangrando al mismo tiempo gota a gota el dolor de sus tristezas; entonces yo digo, yo que he visto todo eso, que he soportado aquellos momentos indescriptibles al lado de mis compañeros de armas.

¡No conozco nada mas grande que el corazón del soldado!

Cuántas veces en una de esas noches de invierno del año pasado, después de un día de fatigosa marcha por entre esteros de deletéreas miasmas, sentía el chucho del alma y el del cuerpo, y aterido de frío me refugiaba al calor bienhechor del hogar del soldado, cuya llama iluminaba mi corazón con la luz del recuerdo; todo allí tenia su lenguaje mudo y la naturaleza animada por la imaginación, vivía en una atmósfera triste, y fija la pupila en los volubles espirales de la llama, veía brotar como una hermosa visión de primavera mis buenos tiempos, o cual una negra tempestad del alma mi angustia escondida; y por inspiración divina en ese círculo de fuego se revelaba la patria; revivía inopinadamente en la fantasía mas bizarra de mí imaginación calenturienta; vislumbraba en formas correctas su hermoso panorama, el sol, el bosque, la llanura, el río, teniendo por fondo artístico el azul de su bandera; oía el tierno trino de los pajarillos en la vecina arboleda, y mis ojos traspasando la bruma de la distancia devoraban ansiosos el campanario de la aldea; el ángelus de la tarde, melancólico suspiro de los que han muerto, golpeaba las puertas de mi alma entristecida, y dominando este torbellino de recuerdos tan tenaces, como algo mas grande que todo, se elevaba rozando la lumbre del soldado la sombra querida, consoladora, evocada por mi tedio.

Entonces me sentía maniatado por ese lazo poderoso que encadena el hombre al suelo de su cuna, se me oprimía con crueldad el corazón, en ese momento empezaba a reflexionar sobre mi abrumante situación, sentíame cansado de una campaña interminable, sin resultados prácticos para mi porvenir; las glorias y los honores otros se los llevaban, sospechaba con amargura que no habría recompensas por grandes que fueran los sacrificios, y el olvido y la ingratitud se me presentaban con su repugnante faz; después me encaraba conmigo mismo, y me decía con aire epicúreo, con qué necesidad soportaba tanta penuria, y tanto fastidio; en ese momento el detestable esplín llegaba a su colmo; deseaba abandonar el ejército; olvidaba insensato que estábamos en una situación difícil, separados del ejército brasilero, esperando de un momento a otro un ataque del enemigo, olvidaba todo, porque los recuerdos lentamente me desesperaban; y cuando empezaba a horadar esa punta mi cerebro, veía el honor, la dignidad militar ultrajada, que con una cara adusta, me señalaba los desertores de la guerra del Paraguay, y a las amarguras que me habían arrojado a la vida abrumante de soldado, y cuanto absorto vivía en esas reflexiones, sentía a la distancia el gemido metálico de la guitarra que lloraba un triste; entonces recrudecía la realidad de mi aburrida existencia, y compartía con el lamento lejano los ensueños de la tierra querida.

En esa lucha iba y venia el pensamiento, atacaba, flanqueaba, envolvía, y al fin en la contienda misteriosa del ser y no ser los sentidos perdiendo iban la noción de la vida; todo en revuelta confusión poco a poco cedía a la fatiga, y mi mirada vaga y soñolienta, solo distinguía unos negros tizones que despedían una llama espirante que reflejando en la dura cara de mi asistente sus tintes caprichosos, le daban una expresión de bandido.  Este picaba tabaco, mirando de cuando en cuando un churrasco que como una serpiente se retorcía en la ceniza… y lentamente invadía el sopor del cansancio mi anárquica meditación; un dulce, casi imperceptible estremecimiento recorría mi organismo, el velo del caos gradualmente descendía su nada sobre mí espíritu, haciendo desaparecer a intervalos aquella visión íntima que yo solo la sufría, y en seguida, todo, como un rumor que se aleja, iba desvaneciéndose en las tranquilas sombras del sueño; de cuando en cuando cual una oscilación de un pesar reprimido, abría los pesados ojos, volvía a cerrarlos, y al fin envuelto en mi poncho, y abrigado por el fuego del fogón me quedaba dormido.

¡Bendito sea el sueño del soldado!

Paso Pocú, 1868.

Referencias

(1) Baile híbrido del campo, un compuesto de Schottisch y Jota.

(2) Al contrario, algunos años después de escrito este articulo, se ha demolido el arco de triunfo del antiguo fuerte, especie de horca caudina por donde pasó cabizbajo y abatido el bravo general inglés de la conquista, y ese regimiento afamado que hasta hoy no tiene bandera: está prisionera entre las glorias argentinas.

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

Garmendia, José Ignacio – La cartera de un soldado, bocetos sobre la marcha – Buenos Aires (1889).

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