La llegada del ferrocarril, si bien no concluyó con los arreos, acortó las distancias; bastaba con arrear hasta la estación más próxima y allí cargar la hacienda en los vagones jaula del tren que estaban estacionados en el brete.
A mediados del siglo pasado aparecieron los camiones de transportar hacienda, que van directamente y a cualquier día y hora a la puerta del establecimiento donde se encuentra la hacienda que se desea transportar. Esto concluyó con los arreos, con las tropas y con los troperos.
Ya no se ven pasar más por los caminos rurales las tropas en viaje, ni se oye el grito de los troperos animando el arreo, ni el tañido de los cencerros de las madrinas tropilleras que iban a la cabecera.
Hasta no hace muchas décadas, quienes contamos unas cuantas primaveras, alcanzamos a ver en el norte de Santa Fe esas tropas que pasaban rumbo a las ferias de invernada en la localidad de Humberto Primo del Departamento Castellanos. Provenían de los departamentos de Vera y General Obligado principalmente. Lo hacían cortando campo por inmensos potreros, siguiendo la rastrillada de tropas anteriores que habían dejado marcado el camino de manera indeleble.
Al llegar al río Salado, debían cruzarlo a nado por el llamado Paso de la Barra, donde había un canoero que secundaba el cruce, yendo y viniendo de una orilla a la otra, transportando recados y pilchas, mientras los troperos, semidesnudos, nadaban prendidos de la cola o las crines de sus montados, a la vez que atendían el ganado que no se volviera en medio del río. Salvado este obstáculo, la marcha resultaba más fácil y tranquila, transcurriendo por caminos y callejones hasta llegar a destino. Como siempre había estancias que permitían dar agua a la hacienda y encerrar durante la noche, se libraban de las agotadoras rondas, aprovechando los troperos para descansar a gusto.
Estos arreos llevaban varios días de camino y hasta una semana, según la distancia a recorrer y el estado de la hacienda. Por lo general se trataba de novilladas de tipo criollo, guampudos y livianos, de unos tres a cuatro años.
En la década de 1940, unas lluvias excesivas anegaron los campos del norte santafecino, principalmente en la zona de Tostado, hasta tal punto que los ganaderos tuvieron que salir con sus haciendas en busca de campos secos de pastoreo. Se armaron así numerosos arreos que vagaron muchos de ellos sin rumbo fijo, hasta encontrar lugar donde dejar la tropa a pastaje, mientras descendía el agua en los potreros de origen y pudieran retornar a ellos.
Durante días y días debieron arrear en medio del agua y sólo podían echar pie a tierra cuando encontraban un hormiguero que sobresaliera por encima de la inundación. Así anduvieron durante semanas, hasta encontrar donde acomodar la tropa en terreno seco. Algunos arreos fueron tan grandes y duraron tantos días que, comentaban los troperos, exagerando la nota, cuando llegaron a destino no se conocían más los de la cabecera con los de la culata; tan cambiados estaban en su facha, con las barbas y las melenas crecidas y ropa toda sucia.
Para concluir referiré lo que escribió A. J. Althaparro bajo el título de “Un arreo en la noche – Allá en el pago del vecino”.
Cuenta el autor que estaba una noche la peonada de una estancia terminando de churrasquear en la cocina del personal, cuando oyeron el ladrido de los perros, lejos de las casas, en forma desganada pero insistente.
Debe venir un arreo, dijo uno saliendo al patio.
Alguno que viene cantando por el camino, agregó otro, saliendo también.
Poco a poco se fue aumentando el grupo de los de afuera, los que en la noche oscura en que no se veían ni las manos trataban de descubrir qué era lo que anunciaban los perros.
El oído acostumbrado de los hombres de campo y su gran poder de deducción fue supliendo a otros datos para saber de lo que se trataba.
De pronto alguien creyó haber oído un cencerro y pocos segundos después lo confirmó otro de los del grupo, asegurando que eran dos.
Ya empezaba la imaginación a construir el panorama de un arreo en la noche y aguzando el oído en esa orientación pronto se oyó, aunque lejano, el grito característico del resero y casi enseguida algún mugido.
No había duda que se acercaba una tropa por el camino real, que pasaba a pocos metros, y a breve plazo daría con su nota de sonido un rato de animación a la habitual quietud de la estancia, en el silencio de la noche.
Arreo grande –afirmó el viejo capataz- porque vienen como seis o siete tropillas; se oyen tres cencerros, dos campanillas y uno o dos tachos. Una de las campanillas ha de ser de plata.
Son novillos –sentenció otro y ante una insinuación de duda, replicó- si fueran vacas se oirían más balidos.
Vienen de lejos, porque marcha muy entablada la hacienda, y se va sola. Casi no se ha oído el grito de “güeya… güeya…”.
Aunque la oscuridad de la noche no permitía distinguir ni los bultos de los que pasaban ya frente al grupo de observadores, podíamos estar seguros que se trataba de un arreo de unos 600 vacunos; que eran novillos y que traían una marcha de muchas leguas.
Como iban para el norte, era probable que llevaran destino a los corrales y esta suposición se convirtió en una presunción más fundada pues el mismo viejo capataz, a quien se reconocía mucha autoridad en esta materia afirmó: Es hacienda muy gorda, porque la arrean con la fresca aunque está la noche tan oscura y porque al caminar le suena mucho la pezuña.
Al día siguiente, el primer peón que fue a la esquina, más que por necesidad, por confirmar casi al detalle todos los datos que respecto a este arreo anticipara la deducción criolla; propia de los hombres de campo de mi pago y de mi tiempo.
Mucho nos enseña este relato sobre algunos detalles de los arreos; por empezar observamos que cada resero contaba con su tropilla propia, modalidad ésta de la región surera; no así en el litoral, donde la paisanada disponía de escasos medios y sólo poseía dos o tres montados para conchabarse de troperos. El capataz era el único que aportaba una tropilla completa y a ella se agregaban los otros montados de los peones para marchar todos juntos.
Se mencionan en este relato cencerros, campanillas y tachos para usar en las yeguas madrinas; los primeros, de distintos tamaños, pueden ser de dos clases: cuadrados u ovalados; las campanillas son pequeñas campanitas que se usan preferentemente en las majadas de ovejas o chivos, servían también de cencerro en las tropillas; en cuanto al tacho era un cencerro largo confeccionado en chapa, más liviano y con alguna aleación para darle mayor sonoridad; se usaban también preferentemente en las majadas, por lo general eran de confección casera y por consiguiente más económicos y aquel que no tenía lo suficiente para adquirir un cencerro le colgaba un tacho al pescuezo de su yegua madrina.
En varios de los arreos comentados se observa la costumbre de viajar de noche, cosa aparentemente molesta y dificultosa por el peligro que se extravíen algunos animales, sin embargo queda aclarado en este “Arreo en la noche”, que era para aprovechar la fresca y que la hacienda sufra menos.
Cuenta el autor “que la tropa marchaba muy entablada”, ello significa que los animales, después de muchos días de viajar se habitúan a seguir juntos, se hacen a la huella y no hay mayor peligro que se separen o pretendan volver a la querencia.
Por último se debe resaltar el dato que: “por el ruido de la pezuña se conoce la gordura del vacuno”.
Conclusión
Los grandes arreos que comenzaron allá por el siglo XVI con Hernandarias y subsistieron durante centurias, hasta mediados del XX, hoy ya han desaparecido prácticamente. El ferrocarril primero y luego el camión, los han relegado al olvido. Con ellos desaparecieron los troperos, los capataces de tropa, el señuelo guía y las tropillas punteras. Los adelantos de la civilización los han hecho innecesarios. Se han convertido en un recuerdo, en una leyenda casi. Sólo nos queda rememorarlos para que no se pierdan totalmente; para que las generaciones venideras sepan que la Patria se hizo también de a caballo, tranqueando detrás de los animales por rastrilladas, huellas y caminos, vadeando ríos a nado, trepando sierras y cordilleras, entre polvaredas, tormentas y nevadas. Que también debieron soportar los sufridos arrieros sorpresivas disparadas de los animales, interminables rondas nocturnas, las heladas, el viento, el frío, el hambre y la sed.
Valgan estas miserables líneas para resaltar y grabar en el recuerdo el valor de estas empresas ganaderas y la de los hombres que la llevaron a cabo, con humildad y constancia, cimentando también la grandeza nacional.
Fuente
Alemán, Bernardo – Camperadas – Santa Fe (2005).
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
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